23 diciembre 2011

Los aguijones de la genealogía

Asunto apasionante es la genealogía, mas no por el interés antojadizo de hurgar en relaciones y parentescos, sino por la curiosidad natural que tiene el hombre de conocer un poco más acerca de sus antepasados, de tener un conocimiento más fidedigno y auténtico de quienes fueron sus ancestros. Para muchos, dicha información constituye el cimiento mismo de su heredad; es fuente de orgullo y de satisfacción; y es motivo para abnegadas investigaciones y averiguaciones que en algunos casos descubren insospechadas relaciones o inesperados encuentros.

No me refiero aquí a las veleidades que pueda tener la heráldica, ni tampoco a los devaneos que son relativos a quienes rebuscan linajes y prosapias; tan solo me intereso en esa humana condición que estimula nuestra inquietud por conocer si determinados personajes, que fueron reconocidos por la fama o por la historia, podrían contarse entre nuestros probables antepasados; o si, de alguna manera, ellos estarían relacionados con los apellidos que nos identifican y llamamos nuestros. Muchas veces, tales informaciones estarían únicamente respaldadas en la vanidad o en la novelería; y no partirían de investigaciones serias y fehacientes que logren otorgar a sus resultados un carácter irrefutable, exacto y verídico.

Por lástima, para que tales “hallazgos” y afirmaciones sean reconocidos como ciertos, deben contar necesariamente con datos de respaldo y con testimonios que les permitan abstraerse a la circunstancia imprecisa de lo subjetivo. Es reconocido que la historia siempre ha sido escrita por individuos que expresan su visión particular de lo sucedido; por lo tanto, los hechos y acontecimientos relatados no siempre son auténticos y fidedignos. Es más, nada garantiza que los datos hubiesen sido alterados o, inclusive, que lo que pudo ser considerado como una temeraria hazaña, solo hubiese sido el resultado de un hecho fortuito…

El solo hecho de que encontremos un personaje con el que participamos una relación de nombre, no es garantía de consanguinidad o parentesco, solo porque nos identifique un mismo apellido. El caso de mi propio apellido podría ser muy decidor pues, a más de ser un apelativo gentilicio, se conoce que mucha gente lo adoptó por la sola razón de haber nacido en Vizcaya o sus cercanías. Así y todo, no podemos dejar de ocultar una cierta sensación de curiosidad, si no de satisfacción, cuando encontramos en las referencias a importantes hazañas, la presencia de personajes que han compartido nuestro apellido.

Todavía hay algo más… y es que, aunque suene insidioso, nada garantiza que con el paso del tiempo, la legitimidad de la relación haya conservado sus reclamados atributos, y que la continuidad en la descendencia haya tenido un hilo palmario e inequívoco. Además – siempre hay un además –, siempre hay unos Pérez y otros Pérez; unos Rodríguez y otros Rodríguez; y desde que se inventaron los apellidos para diferenciar a los nietos de Adán, personas sin relación - quién sabe! – pudieron haber imitado y adoptado esos mismos apellidos. No de otra manera se entiende que, en muchos casos, se haya optado por escribir en forma distinta el mismo nombre; y, como aún sucede o como ha sucedido con frecuencia en el pasado, que se hayan alterado los distintos apellidos… En siglos anteriores, por ejemplo, fue muy frecuente la costumbre arbitraria de tomar ventaja de la preposición intermedia para preferir - o identificarse con - un distinto apellido.

La vida, sin embargo, no cesa de darnos lecciones de humildad, para recordarnos con su sorprendente ironía, lo fatuo e irrisorio de nuestros arrebatos inmodestos o de nuestros alardes espurios y engreídos. Un cierto día, revisando en forma casual la insospechada nomenclatura de las calles de Madrid, me percaté de que existía una calle que parecía hacer honor a mi apellido. Así, resolví consultar un mapa de la ciudad y, luego de utilizar un transporte público, ufano me dirigí a descubrir la ubicación de aquella calle que subrayaba el nombre de la familia y que supuestamente rendía pleitesía al pretendido linaje de mi propio apellido.

Tuve que caminar unas pocas cuadras hasta que, luego de indagar, dí por fin con la calle que quizás unas almas caritativas habían dado por bautizar como “Calle de Vizcaínos”. Tratábase de una corta callejuela mimetizada en el descuido del arrabal. Si algo alivianaba la humillación de la afrenta inferida a mi vanidad, era la fortuita circunstancia de que la municipalidad se había apiadado de su fealdad, y había decretado un perentorio maquillaje para ocultar su modestia con una serie generosa de intensos trabajos reparativos… Tuve que contentarme con guardar aquella austera imagen en mi memoria y perennizar con una acción del obturador el derroche de altanera soberbia que exhibía la placa del distintivo…

Hoy nomás he repetido la lección y la experiencia. De vuelta de una breve visita de exploración al valle aledaño de Lloa, he cedido al diablillo de la curiosidad y me he propuesto reconocer un área verde, que en la guía satelital de Quito se subraya con el improbable nombre de “Parque Vizcaíno”. Vale decir que se trataba de un lugar que los moradores y vecinos de un barrio conocido como la “Mena 2”, no conocían por su nombre. El apartado lugar había sido profanado, la municipalidad había convertido al emplazamiento en una improvisada ciudadela, para talvez satisfacer las promesas con que habría prendado sus electorales compromisos. Quién sabe a quién se le habría ocurrido el malhadado nombre y quién sabe porqué su sino habría tenido que ser tan perecedero y efímero…

Feliz Navidad, amigos de Itinerario Náutico!

Quito, 23 de diciembre de
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