19 diciembre 2011

Óperas de jabón

Los dramas que tiene la vida son ciertamente tan impredecibles que daría la impresión que es la realidad la que trata de imitar a la ficción, que no su contraparte. Por ello, sorprende que cierta ficción que nos es familiar, aquella que desde la cláusula vespertina se introduce por medio de la televisión en nuestros hogares, se manifieste como una expresión carente de imaginación; e insista, telenovela tras telenovela, y episodio tras episodio, en las mismas tramas, en las mismas rutinas, en los mismos ya utilizados y repetidos recursos. Es difícil no identificar, en esos dramas, que existen unas mismas sorpresas, unos mismos argumentos, unos mismos y recurrentes desenlaces.

En los olvidados tiempos de la radio, se habían dado en casa a esa forma de entretención que consistía en seguir las incidencias de las “apasionantes” novelas radiales. Las voces de los actores eran tan similares (probablemente los lectores fueron los mismos) que más de una vez confundí los episodios de “La cautiva de Torreblanca” con los de “Renzo, el gitano”. Pronto habrían de explicarme las diferencias y me ayudarían a reubicar a los personajes, sólo para más tarde advertir que ambas series habían ya concluido con un desenlace feliz y que habían sido reemplazadas por otras que absorbían una remozada atención y que provocaban nuevos comentarios especulativos de los aficionados. Llevaban ahora lozanos títulos, como “La desgracia de nacer” o “El 579 está ocupado”.

En la escuela, asimismo, quienes no comentaban acerca de la trama de la película del domingo previo – quizás porque no habían podido asistir -, se daban a relatar lo más relevante de las radionovelas de aventuras del fin de semana; entre ellas, las que más interés despertaban eran siempre “Kalimán” y “El gato”. Por lástima, tales emisiones se ofrecían a un horario tardío, y solo comenzaban cuando en casa ya se había decretado la hora de acostarse. Quizás para esas horas ya nos hallábamos absortos en la tardía ocupación de completar las postergadas tareas que habíamos dejado para un poco más tarde… Y, ya era tarde, muy tarde, cuando concluíamos esas asignaturas: siempre a último minuto y a eso de la medianoche. Así evitábamos los apresuramientos de la madrugada siguiente…

Ahí también habrían de confundirme los más “entendidos” con sus apasionados relatos. Por eso nunca supe si Montezuma era parte del elenco de “Kalimán”, o si el escurridizo personaje de “El gato” estaba relacionado con las aventuras del “tigre de la Malasia”. Así empezó a crecer en mí la secreta sospecha que, aquello que se comentaba, era solo la repetición de antiguos episodios que las emisoras se habían obligado a reciclarlos. Quizás fue esa extraña percepción la que habría de empujarnos más tarde hacia la lectura; esa como premonitoria sensación que habíamos sido engañados con la repetición de unos episodios que para nosotros ya eran asunto conocido y que antes ya los habían presentado…

Con la llegada de la televisión, los nuevos “culebrones” vendrían a reemplazar a las radionovelas; y, una vez más, las tramas y los actores habrían de parecerme que se confundían y se intercambiaban. Y esto tenía quizás un agravante: que la repetición de los artistas, se sumaba a una cansina trama que nunca parecía modificarse. Así, la ciega siempre recuperaba sus perdidas facultades; la pobre huérfana era siempre, y en forma tardía, reconocida como la legítima heredera de la fortuna fabulosa de su desafecto padre. Nunca estuvo ausente la figura de la amante intrigante y perversa, que hilvanaba la urdimbre de las desgracias con sus maliciosas sospechas y sus traviesas perversidades. Siempre se repetían los manoseados papeles, como si la vida solo fuera una aleatoria sobre imposición de acontecimientos, en los que la única variante fueran los distintos personajes.

En inglés conocen a los culebrones como “soap operas”, lo que literalmente quiere decir “óperas de jabón”. Siempre me pregunté si ello se debía a eso de que “quien no cae, resbala”, o a la condición curativa que el jabón tiene para limpiar y lavar… hasta que un día me informé que habrían sido las industrias jaboneras sus primeros auspiciantes. Estos programas parecen despertar un amplio interés por doquier y en gente de toda condición y de todas las edades. Los dramas provocan una enorme atención aun en los países del hemisferio norte, donde debido a su elevada dosis de sexualidad y a la presencia de ingredientes que están cargados de controversias éticas y sociales, se emiten hacia comienzos de la tarde, cuando los niños de escuela se hallan todavía ausentes de sus hogares.

Hay algo de universal en esa curiosidad que los humanos poseemos - y que no es privativa del género femenino -, la de preocuparnos por las incidencias de los devaneos, concupiscencias y vicisitudes afectivas de nuestros semejantes. Es como si no pudiéramos sustraernos a la morbosa indagación que despiertan la intriga y la perfidia; o como si estuviéramos obligados, con nuestro fisgoneo, a ser testigos de un esperado y aleccionador desenlace. Todo, hasta que se produzca la reparación efectiva de las ajenas afrentas y de los perjuicios que ocasionan quienes ocultan su malicia, quienes montan sus sórdidas tramoyas escondidos tras el telón de sus ladinas perversidades.

Mas, no habría que negar el valor curativo que podrían tener estas livianas programaciones. Más allá de su frivolidad, ellas parecerían proporcionar una forma inofensiva de entretenimiento y de distensión con su argumento ligero, siempre aderezado de sinuosos requiebres y contradictorias motivaciones. La telenovela introduce al espectador en un mundo irreal y ajeno que le ayuda a olvidar sus problemas y contrariedades. Un cierto hilillo de identidad parece acercar también al televidente hacia sus favoritos personajes. Así, la lacrimógena trama condimenta el tedio rutinario de su vida y permite al espectador reclamar identidad con el melodrama y parentesco con esos repetidos personajes.

Quito, 19 de diciembre de 2011
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