16 diciembre 2011

De cholos y cholerías

Hoy he visto a su hermano y, al recordarlo, he recordado también esa forma afectuosa que él tenía para tratar a sus amigos con vocablos que en otros labios hubiesen sonado como sociales denuestos. Eran sustantivos que solo podrían cobrar el tono y la fuerza del insulto, si su intención hubiese tenido un carácter racista; solo ahí habrían alcanzado el sentido incordiante de la ofensa; solo ahí, se habrían convertirían en adjetivados sustantivos. Porque, voces como indio, cholo y longo, solo pueden expresar un sentido subjetivo en esa amplia escala que representa el mestizaje. Esto, por la interminable gama que también poseen los prejuicios; y porque nadie podría sustraerse, ni estaría exento de la condición ineludible de ser mestizo. Son mestizos inclusive los propios peninsulares…

Parece que los insultos representan las palabras más significativas y antiguas de un idioma. Ellos serían el recurso más viejo que tendría la civilización. El hombre es un animal que no solamente habla, sino que además insulta. Claro que existen injurias que son utilizadas con tanta gracia y simpatía, que pierden su fuerza agraviante y peyorativa, para así convertirse en incomprensibles muestras de contradictorio afecto. Para muestra de ejemplo, el término “cholo” no solo que tiene un uso múltiple, sino que es usado con frecuencia con un sesgo amistoso e incluso protector. No dejo de recordar a un desaparecido colega que al terminar sus relatos o comentarios, utilizaba una frase frecuente, en el probable ánimo de buscar aquiescencia en sus argumentos. “No te parece, cholo lindo?”, repetía.

En casa no creo que hubo la costumbre de “cholear” a las empleadas de servicio. Lo que sí pudo ser frecuente, fue el comentario de “es una chola buena moza”, para referirse a alguna sirviente de tez más clara que habría venido de provincia. Fue más bien en la calle donde se escuchaba “cholear” con relativa frecuencia; sobre todo a esos mismos individuos que - de acuerdo a las características de los estratos sociales que aprendimos a diferenciar desde niños - tenían justamente los requisitos fisonómicos para ser considerados como cholos. El “cholo emier…” era una frase que se escuchaba con obscena repetición en los lugares más populares. Constituía el insulto por antonomasia, tanto en mercados como en vehículos de transporte público. Para que cobrara la intencionalidad esperada, era importante que la “che” se subrayara con un silbido fricativo y que se arrugaran los labios y la nariz al momento de pronunciar la inconclusa parte…!

Mi memoria es siempre frágil, pero algo de mis lejanos recuerdos infantiles me hace pensar que con el apodo de “cholo” se dirigían a veces a mi padre. Y creo que fue por el mismo tiempo que, en una clara muestra de falta de imaginación familiar para bautizar a las mascotas, habrían optado por apellidar de “Cholo” a un inquieto mastín de raza incierta que habían adquirido mis primos directos. Más tarde descubriría que “cholo” talvez no vendría del quichua, lengua en la que quiere decir mezclado; sino que tendría procedencia del náhuatl, y que se usaría para designar a un tipo de perro carente de pelo que ya hubo en México antes del descubrimiento. El término “xoloescuintle”, habría querido decir “perro pelado”; y esa misma palabra habría dado también origen a la voz “escuincle”…

El diccionario define “cholo” como mestizo o mezclado de sangre europea e indígena. No me puedo “acholar” tampoco al reconocer que he dedicado unos minutos para consultar la probable procedencia etimológica del mentado término. Compruebo que hay una cierta falta de acuerdo en si éste nos viene directamente del quichua o si nos lo han prestado del uso mesoamericano. Al consultar “El habla del Ecuador” de C. J. Córdova, he confirmado que este término, usado a veces para designar al mestizo inculto, o a quien realiza los trabajos más rudos y humildes, es de origen incierto. El cholo sería el indígena ya cruzado con raza blanca, cuyos caracteres étnicos muestran todavía una prevalencia de rasgos indígenas.

Lo triste, de todas formas, es el cargado contenido racista que tiene la palabra. Ella no deja de expresar un sentimiento injuriante y despectivo. El inca Garcilazo de la Vega, hace cuatrocientos años, ya se había preocupado de las raíces etimológicas de la palabra en sus Comentarios Reales. En dichas crónicas sugiere que cholo es el hijo del mestizo, que el término sería originario de las Antillas, que querría decir perro y que los españoles lo habrían usado con intención infamante o de vituperio. Hacia el mismo tiempo, el peruano Guamán Poma de Ayala habría de referirse también al término en sus Nuevas Crónicas.

Por todo ello, resulta interesante estudiar el vocablo, más como insulto racista que como sustantivo, aun prescindiendo de sus aspectos etimológicos. Lo que quizás merezca investigarse es tanto el contenido sociológico, cuanto el factor de índole psicológica, para que éste haya sido utilizado como insulto. Hay, de todas formas, algo apasionante en la mecánica de los insultos; hay quienes sugieren que los denuestos y las ofensas, describen al que las profiere más que al mismo destinatario. Insultar a alguien, supone endilgar adjetivos a quien no los merece; pues, si usamos calificativos para describir a quien sí los merece, nuestra acción se convierte en definición justificada y ya no llega a convertirse en insulto…

Podría existir una cierta dosis de sinceridad en esto de los insultos, los que casi siempre se ejercitan para conseguir un catártico desahogo o para satisfacernos con el alivio de “respirar por la herida”. Pero hay también aquellos que no son tan santos; son aquellos que los expresamos únicamente cuando estamos a espaldas de la persona ofendida. A fin de cuentas, cada cual insulta y “cholea” como puede y de acuerdo con sus limitaciones y posibilidades… No les parece, cholitos?

Quito, 15 de diciembre de 2011
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