27 noviembre 2011

Los colores que parecen y no son

Tiene apenas cinco años, pero ya reprende a sus mayores con esa irreverencia con que suelen proclamar sus conocimientos los niños de hoy en día. “Tu pregunta no tiene sentido, abuelo - me reclama -, cómo puedes preguntarme si las Montañas Azules son verdes!”. La llovizna es tan pertinaz y el clima tan escaso de buenos auspicios, que al llegar a nuestro destino, él mismo desenrolla el hilván de la encubierta filosofía. “Las Montañas Azules hoy parecen blancas por la neblina –me explica-, aunque a veces nos dan la apariencia de haberse puesto grises”.

En medio de esa lluvia que oculta el publicitado entorno y que no quiere ofrecer tregua a la impaciencia, hemos llegado ya a este pueblito pintoresco de nombre intimidante: Katoomba. He sobrevolado este lugar un considerable número de veces; de hecho, su nombre corresponde al de una de las llegadas al aeropuerto de Sydney. Katoomba está en el corazón de las llamadas Montañas Azules. Alli, el paisaje combina los formidables acantilados que se han formado en la meseta de arenisca con el bosque espeso e impenetrable de esta región de la tierra. En el centro de ese magnífico contraste destaca una formación geológica que ofrece una vista sin parangón conocida como "The Three Sisters" (“Las Tres Hermanas”), nombre que obedece a que su apariencia habría motivado una leyenda aborigen.

Mientras esperamos que las montañas recuperen la claridad necesaria para satisfacer el propósito de nuestra expedición, decidimos visitar las famosas cuevas de Jenolan. No ha parado de llover; es una llovizna inmisericorde y pertinaz, es una garúa fina que no moja pero empapa, lo que en los altos de la serranía llamamos “pacheco”. Es el comportamiento húmedo y pluvial que caracteriza al páramo. Hacia el final del trayecto, el camino se torna sinuoso y angosto, y la intensa precipitación lo convierte en peligroso por lo resbaladizo del asfalto. La neblina no permite apreciar el paisaje, pero entrega una como compensación invisible: no deja advertir la profundidad del abismo circundante. De trecho en trecho se observan curiosos y pequeños canguros que se sienten tentados a acercarse, pero que luego rehúyen el contacto y se retiran con gesto huraño y escurridizo.

Jamás me he adentrado en cueva de ninguna especie a lo largo de mi vida. Aquella, la muy madrileña de Luis Candelas, es la única que he visitado en mis viajes e innumerables visitas; pero ésta no es una cavidad subterránea, sino tan solo un lugar para saborear el cochinillo horneado como solo saben prepararlo los españoles en la península. Hablar de cuevas nos remite al cuento de Ali Babá, donde la fantasía pugna por convertirse en realidad, y conduce también al relato de la cueva de Montesinos, donde la demencia febril confunde la imaginación del personaje cervantino para transformar la realidad en mera fantasía.

Me adentro así en este subterráneo socavón; asunto que se constituye en una novedosa y virgen experiencia. Es la primera vez que descubro la escultura portentosa que ha trabajado a través de millones de años el agua sobre la roca, esculpiendo con paciente intención estos meandros en los materiales escondidos en las entrañas de la naturaleza. Observo estalactitas y estalagmitas por primera vez y aprendo a reconocer sus diferencias. Aprecio con delectación el trabajo perseverante que el efecto milenario de la humedad fue labrando en la piedra y admiro estos tesoros escondidos, todos estos mantos de colores sorprendentes que solo la luz artificial revela en la exploración de este lugar indescriptible.

No es difícil imaginar las sorpresas y dificultades con que se habrían enfrentado en la caverna las exploraciones primitivas; y los cuidados y esfuerzos dedicados para proteger y preservar estos tesoros formidables que ha querido ocultar la infatigable naturaleza. Suficiente con reconocer que con la actual provisión de electricidad, se hacen ya innecesarios los antiguos inconvenientes que tuvieron que enfrentar los primeros exploradores. Hoy, esas tareas se han hecho cada vez más ágiles para quienes continúan explorando esos ríos subterráneos y aquellos vericuetos admirables que paso a paso se descubren en esta inefable experiencia.

Amanece garuando a la mañana siguiente; empero, pasadas unas pocas horas, el cielo empieza a revelar sus azules sorprendentes. Ahora ha dejado de llover y el calor empieza a alegrar el paisaje y el ambiente. Continuamos entonces con la prevista peregrinación de los privilegiados miradores. Ellos nos permiten admirar el paisaje único y singular desde el borde de estos profundos riscos, cuyos cortes parecerían haberse efectuado con máquinas de precisión descomunales. Son abismos escarpados que incitan al vértigo; cataratas admirables que erosionan la roca; contrastes que crean estas montañas de porte inaccesible con la vastedad de la selva y la profundidad de sus valles interminables.

Las Montañas Azules constituyen un bosque protegido ubicado hacia el occidente de Sydney, en Nueva Gales del Sur. Esta asombrosa región ha sido reconocida como Patrimonio Natural de la Humanidad y representa un lugar que no se puede dejar de disfrutar si se visita esta parte de la tierra. Aquí se protege con respeto y responsabilidad a una inimaginable biodiversidad, a una cantidad enorme de animales y plantas que no existen en ningún otro lugar del planeta.

El sol ha llegado ya a su cenit, al tiempo que el cielo se ha despejado de improviso en forma generosa y sorprendente. Ahora sí, el efecto de la dispersión de los rayos ultravioletas permite apreciar ese color irreal que debido al efecto de la lejanía ofrecen las montañas. Resulta difícil no coincidir con las razones de un muchacho que no ha llegado todavía a la llamada edad de la razón, en aquello de que ciertamente era azul lo que yo le había insistido que parecía verde…

Sydney, 28 de noviembre de 2011
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