06 noviembre 2011

Berrinches y etimologías

Resulta fascinante la curiosidad que ponen ciertas personas por conocer su genealogía y aun el origen de su linaje y la historia de sus apellidos; tarea ardua y agobiante, esfuerzo que solo resulta válido en la medida que sus fuentes sean confiables y que se tenga absoluta certeza de un factor indispensable: su real e íntegra legitimidad. Por mi parte, poseo una tendencia similar: tengo una cierta adicción por encontrar el origen de las palabras; por encontrar la razón y el motivo de ciertas voces y términos, la historia de ciertas expresiones y giros; lo que imagino, es la esencia misma de una ciencia que se conoce como etimología.

Como parlantes que somos de una lengua romance, o latina, tenemos la tendencia a creer que nuestra lengua fue una adaptación al latín de otra lengua autóctona u original, cuando lo que efectivamente sucedió con el castellano fue casi lo contrario; es decir, fue una deformación, debido a las influencias que se produjeron luego de la caída del Imperio Romano, del latín, idioma que ya era hablado de manera oficial en los estamentos organizados de la sociedad. Esto también habría sucedido con las otras lenguas y demás dialectos romances como el francés, el rumano, el italiano, el catalán, el gallego o el portugués. También existe la tendencia a considerar que una lengua no es sino la mezcla, por influencia, del léxico o conjunto de palabras; pero, en la práctica, nada hay que sea más alejado de la verdad.

Se calcula, para muestra de ejemplo, que el inglés tiene un setenta por ciento de voces y palabras latinas, o que obedecen a raíces latinas; sin embargo, no puede decirse que sea un idioma latino. Y es que las palabras son solo el ingrediente, o si se prefiere el componente básico, de una determinada lengua. Pero lo que da estructura y en definitiva diferenciación a una lengua es esa serie de relaciones que son muy complejas, que van desde la forma como se conjugan los verbos, a como y cuando se usan los adverbios y los sufijos; pasando por las funciones que se inscriben en su sintaxis y hasta por la forma de construir el plural.

Alguna vez me explicaron esto de la estructura lingüística con un ejemplo muy orientador. Me dieron a reflexionar en qué sucedería si se tomarían piedras de la Gran Muralla para edificar una catedral gótica en algún lugar de Europa. De la misma forma que no podríamos inferir que la nueva construcción sería una catedral china, deberíamos más bien, y a efecto de identificarla y catalogarla, tomar en cuenta su estilo, proporción y concepto arquitectónico para solo así acertar en su definición. Idéntico asunto pasa con los idiomas; y ninguna lengua es, en este sentido, una excepción. En estos conceptos se basa, por ejemplo, la aseveración científicamente demostrada de que el vasco, euskera o vascuence, la lengua de mis probables antepasados, no sea una lengua romance; y, ni siquiera, una lengua indoeuropea…

Ayer llegue a estas “enjundiosas” reflexiones como fruto del intempestivo “emperro” o “emperramiento” de uno de mis nietos. Esto de “emperrarse” es un verbo utilizado en mi tierra para denotar la acción emprendedora y caprichosa de acometer con una rabieta o berrinche. Y he venido a notar que esta acción de enojo intempestivo y de corta duración –aunque sus efectos puedan llegar a ser trascendentales- ha de tener relación, en el sentido etimológico, con la reacción de un verraco o cerdo padre. De aquí, y por extensión, que hayan surgido luego otros términos similares como verraquera y verriondo. Y desde luego otros, como berrinche (nótese la alteración hacia la B labial); y, desde luego, el muy nuestro de “emperro” o “emperrarse”…

Como bien sabemos, la rabieta es una reacción frenética en los niños de corta edad, que consiste en una especie de ataque de ira, con llanto y pataletas, y con acciones destinadas a lastimar a los demás; con amenazas de auto infligirse daño e incluso con acciones extremas como auto aislarse en una esquina o tirarse al piso. Por fortuna, las rabietas en los niños son solo ocasionales y son parte de su proceso de maduración; y se entiende que son originadas en su frustración de no poder imponer su voluntad. Sin embargo, los berrinches en los mayores parecen ser reacción a un ingrediente megalómano y exhibicionista, son el resultado de frustraciones ocasionadas por lo que los entendidos conocen como “iras narcisistas”, que no son sino unas como pataletas que se producen en algunitos cuando se les habría lastimado su elevado sentido de omnipotencia…

Tales expresiones son reflejadas en la intolerancia y en la intemperancia; ellas solo ponen en evidencia la falta de consideración con las ideas y valores ajenos; y, en su grado más alto, solo conducen al autoritarismo y a la estolidez. Éstas no son sino formas sociales de “emperramiento”; son solo formas de berrinche o de rabieta de quienes no han sabido madurar debidamente en la sociedad. Son formas de tirarse al rincón y de tumbarse en el suelo hasta que se le entregue la galleta de ser los únicos que puedan opinar, o el chupete de ser los únicos poseedores de la razón y de la verdad.

Sin embargo, y por fortuna, estas bravatas o “verraquerías”, pueden ser lidiadas en muchos casos –sobre todo cuando se tornan ya en continuas, o por lo menos en sabatinas y semanales- con una pequeña dosis de “chiquitolina”, o con una buena nalgada que resulte beneficiosa. Quienes, así con frecuencia, se acogen al derecho y beneficio de la rabieta, no siempre caen en cuenta que la gente, al igual que los padres de estos “emperrados”, tiene solo una limitada dosis de paciencia para ésa su forma de intolerancia; y que llega un momento en que también la gente “coge y se emperra”. Pero este “berrinche de reacción” resulta final y definitivo, no dejándole al narcisista con una nueva oportunidad, ni para que vuelva a lanzarse al piso, ni para que pueda volverse a "enrabietar"…

Sydney, 7 de noviembre de 2011
Share/Bookmark

No hay comentarios.:

Publicar un comentario