19 noviembre 2011

¡Ábrete sésamo!

Estaba ya entrada la noche cuando terminamos esa partida de billar aquél sábado por la tarde. El dueño de casa, que fungía como mi contrincante, y no contento con haberme pegado una paliza, quiso añadir afrenta a la lesión ya causada en mi amor propio. Cuando mencioné de mi preferencia por la comida italiana y que me gustaría ordenar una pizza para los allí convocados, desaprobó mi comentario en tono reprensivo. “Agradezco tu iniciativa, amigo perdedor; pero ése no es un plato italiano”, me amonestó: “La pizza es un invento de los yanquis, patentado en las ciudades gringas; mal pudieron haberla inventado los italianos - continuó - si el tomate es un producto originario de América!”. 

Un cuarto de siglo después de aquel aparente “gaffe”, que me dejó del color del mismo tomate, mi curiosidad y ese respaldo que ofrecen los apuntes informáticos han venido a rehabilitarme! No solo que la pizza sí la habrían inventado los napolitanos, sino que esta especie de torta ya había sido conocida en la actual Italia desde tiempos inmemoriales. La pita griega parecería estar emparentada con la pizza italiana (incluso en el nombre), siendo la masa de esta última muy similar a la de la “pratha” hindú, horneada con levadura y que se conoce como “naan”. Es probable que este pan de forma circular haya tenido ya ese nombre hace más de un milenio. Se dice además que los napolitanos habrían utilizado una pasta de color similar al del tomate aun antes que dicho fruto se hubiera llevado a Europa, luego del descubrimiento de América. 

Y esa pizza popularizada en Nápoles hace algo más de dos siglos, habría tenido, al principio por lo menos, solo unos mismos ingredientes (orégano, ajo y aceite de oliva); ésta forma original vino a ser conocida luego como “marinara”, a pesar de su carencia total de productos marinos, debido a que era el alimento de los marineros cuando regresaban a puerto. Más tarde y en el ánimo de reproducir los colores de la bandera italiana (verde, blanco y rojo) se habría inventado la llamada pizza “Margarita” que contiene queso mozzarella, albahaca y tomate, sobre esa masa plana de pan horneado. Todas las demás pizzas, aunque disfrutemos de sus innumerables variedades, exigen un método similar de cocción para ser consideradas como auténticas. En Chicago han popularizado una que es llamada “rellena” (stuffed), que aunque se derrite en la boca por su sabor, más bien parece una lasaña circular que una pizza propiamente. 

He recordado aquel olvidado motivo para mi ya resarcido rubor, al leer el libro primero de las Historias de Heródoto, cuando comenta la forma de cultivar el “maíz” (corn) que se tenía en Babilonia. Y entonces me he parado en seco… A ver, a ver, un momento!  –he cuestionado–. ¿Cómo es posible que se haya cultivado maíz veinte siglos antes del Descubrimiento, si se supone que esta gramínea era originaria del Nuevo Mundo? Entonces he caído en cuenta que “corn” es un término que en inglés se usa para designar también a los demás cereales. En esa clasificación se incluyen el trigo y la cebada; el centeno, el mijo y hasta el sésamo. Sí, el sésamo, que es lo mismo que se conoce como ajonjolí, y que se utiliza en Medio Oriente para hacer la “tahina”; o aquellas otras salsas preparadas a base de puré de garbanzo (“humus”) o de berenjena (el delicioso “baba ganush”). Es curioso: a estas salsas se las disfruta de mejor manera cuando se las unta a un pan parecido a la “focaccia” (también un pariente cercano de la pizza), y que sería la variante árabe del invento mediterráneo que nos ocupa. 

Es comprensible reconocer –aunque no deje de sorprendernos– que mucha gente desconoce la apariencia de ciertas gramíneas como el sésamo o el mijo; que nunca hayan visto un grano de soya o que no sepan como luce una semilla de mostaza. Cuando volaba para una aerolínea asiática y fuimos de paseo con mi copiloto a una pequeña población cercana a uno de nuestros destinos, me confesó que nunca antes había visto una vaca “en persona”, o sea “en vivo y en directo”. Yo mismo no había sabido qué forma y color tenía la soya (o soja), con la que se prepara el tofu oriental, y que no es sino el resultado de la coagulación de la leche de este tipo de fréjol pequeño y redondo, de color un tanto encarnado. Asimismo, sólo cuando conocí el “mungo” por primera vez, pude comprobar que la menestra del “dahl” hindú no se preparaba con lenteja, sino pelando este tipo pequeño de judía o poroto de color verdoso, que es originario del Asia.

Hay una expresión en nuestra lengua para averiguar de qué se trata algo que nunca hemos visto o que desconocemos: “Y esto, cómo se come?”, decimos. Esto es precisamente lo que nos pasa algunas veces cuando nos vemos frente a un plato que nos sirven por primera vez. Les sucede a los serranos cuando van por primera vez a la costa y tienen oportunidad de degustar una serie de productos de mar, que, como es lógico, no solo que no los han probado antes, sino que ni siquiera los han visto en revista. Me debe haber sucedido lo mismo cuando comí cangrejo por primera vez; o cuando, no hace mucho, me invitaron a comer pulpo crudo obtenido directamente del estanque de exhibición… 

Tampoco puedo olvidar cuando invitamos a comer a un amigo en casa y no solo que reconoció que no sabía si iba a gustarle la alcachofa, sino que nos confesó que nunca le habían dicho cómo comerla… hasta que le pusimos frente a una por primera vez! Hay tantas cosas que pudieran parecernos nuevas; y no siempre caemos en cuenta que para estar mejor informados, solo hace falta un poco de curiosidad y de ese instinto natural para averiguar, que es la mejor manera de aprender en la vida. Curiosear y preguntar, equivalen al “ábrete sésamo” del cuento de Ali Babá. Explorar se convierte así en el más mágico de los secretos de esa cueva de tesoros fabulosos que es el conocimiento. 

Así es como tal vez aprendí que el pan “con vendaje” no era pan cubierto con sésamo, sino un pan que se vendía con el beneficio adicional de la “añadidura”… 

Sydney, 18 de noviembre de 2011


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