16 noviembre 2011

Sí, yo también tengo un sueño!

Era yo muy pequeño cuando tuve que visitar con cierta frecuencia aquella iglesia inacabada que llamaban con el rimbombante nombre de Basílica del Voto Nacional de la Consagración de Jesús. Y, como si no hubiera sido suficiente con la devoción familiar y con la prosopopeya de su nombre, allá tuve que acudir un par de ocasiones para dirimir a fuerza de trompones los tempranos desacuerdos pendencieros de mi vida de estudiante. Era entonces solo una capilla que ocupaba el espacio de lo que se sería más tarde el ábside de la construcción definitiva. El resto denunciaba el impulso inicial de un intento arquitectónico cuya edificación se encontraba suspendida por ya casi una centuria.

El templo había sido propiciado por un perseverante curita oblato, el padre Julio Matovelle, y el diseño se había encargado a un arquitecto francés que se habría inspirado en la iglesia de San Etienne, procurando conservar un estilo neogótico. La obra fue concluida una docena de años luego de aquellos conatos pugilísticos que protagonicé en la escuela. Su estilo era ajeno al que había querido conservar la ciudad, porque recelaba que aquel diseño resaltara una concepción un tanto anacrónica. Años más tarde, esas piedras arrumadas que parecían dar testimonio de una edificación en ruinas, habían pasado a reordenarse para transformar al enorme templo en un monumento emblemático de la urbe. De pronto, la Basílica había pasado a convertirse en un referente para la capital de la república.

Yo era también un párvulo cuando me llevaron de “excursión” al Panecillo la primera vez que estuve en primer grado de escuela (las cosas importantes habría siempre de aprender al segundo intento). Recuerdo haber subido a pié una cuesta interminable que llevaba a la cima de ese cerro al que habían llamado Shungoloma o Yavirac los aborígenes. Mucho me extrañó conocer más tarde que esa cuesta fatigante llevaba el nombre del comandante “enemigo” que se había rendido al Mariscal Sucre luego de la batalla de Pichincha, el general Melchor Aymerich. Asunto que nadie ha logrado explicármelo hasta hoy en día…

Mayor fue mi sorpresa cuando en la más absurda demostración de carencia de sentido artístico y con exceso de mal gusto, se resolvió construir sobre el cerro, -ya de sí emblemático monumento natural-, una estatua que trataba de imitar al Cristo del Corcovado, con la réplica a gran escala de la hermosa escultura de la Virgen de Legarda, tallada ciento cincuenta años antes. El exceso de un falso sentido religioso y la carencia de esa sensibilidad artística, habían conseguido una contradictoria entidad telúrico-barroca. Y ahora, en extraño maridaje, se había montado, a horcajadas, un monumento sobre el otro… Pasados los años y cada vez que los quiteños miramos hacia la cumbre del Yavirac, solo quisiéramos que esa incongruente construcción pudiera estar ubicada en cualquier otra parte.

Hay monumentos que se convierten en el símbolo mismo de la ciudad a la que pertenecen; con solo identificar su silueta podemos reconocer el lugar donde fueron construidos. Piénsese en la Torre Eiffel, en la Estatua de la Libertad, o en la Casa de la Opera de Sydney y habremos de darnos cuenta que son la más auténtica representación de sus respectivas ciudades. Son monumentos que expresan un bien logrado simbolismo, un cierto contraste que pone de relieve sus características arquitectónicas. Además, se percibe una clara intención o filosofía; están destinados a identificar la construcción con el espíritu de sus habitantes. Son hitos o referentes con los que sus conciudadanos se sienten representados. Así, las obras se van convirtiendo en cálido emblema; y esas frías estructuras se van transformando en dinámicos y pregoneros estandartes!

La construcción de estos monumentos ha involucrado a los habitantes de esas ciudades en acaloradas controversias y en apasionados enfrentamientos, pero siempre ha triunfado el criterio visionario de saber identificar a la ciudad con la voz que parecen entregar, con su silencio, el hormigón, el granito o el acero. Sus promotores han sabido aprovechar de esa rara ocasión para crear un sentimiento de orgullo y para proyectar su imagen, cual símbolo de identidad y de referencia. Estas construcciones constituyen un testimonio que quedará para la posteridad; ese y no otro es el mensaje de los grandes monumentos que identifican a las ciudades con personalidad y carácter, trátese del Coliseo en Roma o de la todavía inconclusa iglesia catalana de la Sagrada Familia.

Por lástima, cuando los ciudadanos se empeñan en la construcción de sus más importantes obras, a menudo olvidan la oportunidad que esa construcción representa. En el caso del nuevo aeropuerto de Quito, los quiteños estamos perdiendo la formidable oportunidad de conseguir un edificio del que quisiéramos sentirnos orgullosos, y que nos ha de brindar la posibilidad de afianzar nuestra identidad con la ciudad, creando un referente para el país y para toda América. Bien construido, ese nuevo terminal, debería constituirse en cimiento primordial para representar a una institución que debería brillar como modelo de eficiencia en su búsqueda de la excelencia.

Y ése es mi sueño: que un día podamos visitar una especie de inquieto y concurrido centro comercial al que se arrimen las naves aéreas; donde parezca que los usuarios se han reunido para disfrutar de un momento de distensión, en medio de una amplia bóveda donde se sienta el vibrar del orgullo por el lugar natal, la paz a que invita la confianza en las instituciones aéreas y esa satisfacción que suele otorgar el sentido de pertenencia. Ese es mi humilde sueño: el que podamos proclamar al mundo nuestra altivez de sentirnos quiteños, con un reinventado símbolo de agilidad y de puntualidad; de seguridad y de eficiencia!

Sí, no dejemos pasar el tren que se acerca en las promisorias rieles de la oportunidad!

Sydney, 16 de noviembre de 2011
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