05 noviembre 2011

De epístolas y adefesios

Hace un par de años el Papa anunció desde Roma que se había encontrado la tumba del apóstol San Pablo. El descubrimiento daba con los restos de este ciudadano romano que había sido juzgado y condenado a muerte en los albores del cristianismo. Paulo, cuyo nombre judío era Saulo, había nacido en Tarso, una pequeña ciudad griega del Asia Menor, en lo que hoy es Turquía; y como había sido condenado a muerte, había “gozado del privilegio” de morir decapitado. Esta forma de condena había estado reservada para los ciudadanos romanos, porque los que carecían de esta condición estaban destinados a morir crucificados…

Saulo no había conocido a Jesús. Su educación había sido muy rigurosa y desde joven había abrazado la secta judía de los fariseos. Dice la leyenda que, camino a Damasco, habría tenido una visión y desde entonces se habría convertido a la nueva religión y habría participado en la promoción de la doctrina cristiana y en su proceso inicial de evangelización. De hecho, como había tenido acceso a un tipo de educación del que carecían los apóstoles que inicialmente siguieron a Jesús, Paulo habría sentado las primeras bases para la definición de la doctrina y la estructuración de la iglesia cristiana. Saulo tuvo una vida agitada, dedicada a sus desplazamientos hacia lejanos lugares, motivados por su celo evangelizador.

Estos continuos viajes del apóstol le llevaron a diferentes centros del desarrollo original del cristianismo, muchos de los cuales estuvieron ubicados en el Asia Menor, desde allí escribió una serie de cartas, o epístolas, destinadas a recalcar y promover las enseñanzas de Jesús. Entre sus principales misivas constaba una que estuvo dedicada a los cristianos de Éfeso (ad Efesium, en latín), que según la tradición, no fue acogida debidamente. Desde entonces, hablar para que otros no hicieran caso, y en definitiva para perder el tiempo; o, lo que es lo mismo, para no ser comprendido, pasó a ser conocido como hablar “ad-efesium”, o lo que vino a significar lo mismo: “hablar adefesios”…

Esta palabra –adefesio- ya constaba en mi léxico infantil; de hecho, no solo se usaba en casa para referirse a cosas o asuntos de escaso valor, sino como adjetivo predilecto para endilgar a chicas desprovistas de la fortuna de poseer algún elemental atractivo físico. Palabras como “flaca tirisiada” y “adefesio” fueron utilizadas como insultos disimulados y juicios emparentados por lo menos con la falta de estimación, si no con el desaire y con el desprecio. Lo que si era ajeno a los usos capitalinos fue la adjetivación del sustantivo, pero esta vez deformándose su sentido y convirtiéndolo en un juicio de valor con respecto a la excesiva afectación de las personas. Era ésta la forma coloquial que era usada de preferencia en la costa ecuatoriana para expresar que alguien era “melindroso”.

Porque los serranos, poco inclinados al cuidado exterior extravagante, hemos tratado siempre de ser ahorrativos con esto de los “melindres” y las muestras de afectación que fueran excesivas. Y desde un cierto día habíamos descubierto que aquello de carecer de discreción en la forma de caminar, en los modales o en la vestimenta, y que nosotros llamábamos con el adjetivo de “detalloso”, era lo mismo que los costeños habían acordado en llamar con un nombre bastante “cristiano y epistolar”, aunque no muy ecuménico: el adjetivo de “adefesioso” (e inclusive, el poco conocido y menos distinguido aún de “anchetoso”). El tildar a alguien de adefesioso, estaba destinado para quienes hacían alarde con excesiva inmoderación, usando un atuendo muy artificial con aspaviento innecesario. Yo mismo habría sido apuntado con las saetas de tal calificativo, cuando quisieron castigar mis remilgos y mis probables deslices hacia lo fatuo y lo presuntuoso.

Pasados los años, la palabra ha empezado a tener en mi tierra un tinte un tanto político. Todo a causa de unas atractivas camisas de carácter ecológico, que han sido diseñadas con motivos folklóricos, para que use nuestro presidente. En lo personal discrepo con quienes sostienen que tales prendas son “adefesiosas”; al contrario, creo que han sido escogidas con buen gusto y que han sido fabricadas con esmero y distinción. En lo que no estoy de acuerdo es en que sean usadas como un símbolo –recién descubierto y a deshora- de reacción contra el status quo o el “establishment” y como si fuese una manera de representar a un grupo étnico de nuestro país. Usarlas fuera de contexto sería lo mismo que presidir las reuniones de gabinete utilizando el gorro de plumas de los indígenas cofanes o como apoyarse en una cerbatana cuando el presidente se dirige a la nación.

Estoy persuadido que la posición de presidente se la debe exhibir con dignidad. Esas camisas, utilizadas como parte de una vestimenta “no formal” creo que pueden lucir tanto o más elegantes que una guayabera, pero creo que no hacen juego con un traje de corte occidental. En este aspecto, y si son utilizadas como un mensaje o un símbolo, solo ponen de relieve un ridículo contrasentido; serían el equivalente a utilizar un traje formal y completar la imagen que se busca con el extravagante contraste de unos zapatos deportivos…

No. Los trajes de vestir están diseñados para ser utilizados –en ocasiones formales- con camisa de cuello y con una prenda que es signo tradicional de respeto y que se llama corbata. En funciones oficiales no van bien los trajes formales con esas vistosas camisas, por muy elegantes que nos resulten sus diseños exclusivos. Y van mal, muy mal, y son una insultante impertinencia, al recargar con sus variopintos colores, la sobria dignidad de la banda presidencial. A menos, claro, que lo que se intente sea emular al colorido de esas “chivas” de transporte tropical o de aquellas “bicicletas de montubio” que a lo único que aspiran es al despropósito de alardear. Porque si éste, o el de “parecer diferente” es el copiado y poco original objetivo… No representa a nadie, ni simboliza nada; solo representa una inelegante manera de no saber vestir con dignidad!

Sydney, 6 de noviembre de 2011
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