03 noviembre 2011

Un largo y ardiente feriado

He estado recordando su título en estos días; y me había parecido que fue ése el nombre de una de las primeras series de televisión a que accedimos antes de declararnos adolescentes nosotros mismos. Una serie que coincidió con los tiempos de “El fugitivo” y de “Alma de acero” y que se anticipó, en el tiempo, a otra que habría de insinuar una forma distinta de pensar: “Peyton Place”. Lástima que en la trama de sus conflictivos episodios hayan combatido al prejuicio y la hipocresía, con los menos aconsejables del cinismo y la desfachatez.

Así recordaba yo a “Un largo y ardiente verano”, cual si hubiese constituido otro programa semanal al estilo de lo que fueron “Valle de pasiones”, Surfside Road” o “77 Sunset Street”. Mas, sólo al acudir a la asistencia informativa de mi “equipo especializado de búsqueda y redacción” (la Wikipedia), he caído en cuenta que aquel título había pertenecido a una cinta de largometraje, protagonizada por ese monstruo del cine que fuera Paul Newman. Solo al recordar la urdimbre de los acontecimientos de aquella película, he caído en cuenta que la traducción del título, a nuestra lengua, resultaba más acertada que su nombre original -que no menciona ardiente sino caliente-, ya que se trataba de la historia de un joven que llega desde una ciudad lejana donde había sido acusado de propiciar un flagelo.

Al recuerdo de esas series, que nos tuvieran tan interesados antaño, he llegado cuando he tratado de bautizar con un nombre adecuado a ese feriado repetitivo, que es el de mi cumpleaños; feriado al que en mis tiempos de pantalón corto llamaban con el nombre de “Finados”. Es ése el fin de semana de “las guaguas de pan” y de la “colada morada” (no era “champús” como la llamaban?); el de los días de “asueto” cuando se celebra el día de Todos los Santos y la fundación española de la Cuenca americana; y en cuyo intermedio se recuerda, con pena y con reverencia, a quienes estuvieron cerca y que hoy ya no están. Finados es para mí el comienzo de un mes triste en el recuerdo, un mes que asocio con orfandad.

Y mientras en la tierra de mi infancia transcurre el feriado de principios de noviembre, y quizás algunos disfruten del ardor del sol, de la piel caliente y de la arena de la playa, yo disfruto también del principio de verano en la tierra de “allá abajo” (“down under”), como los australianos suelen llamar a su patria en forma coloquial. Por fortuna, los rigores estivales del verano austral se han demorado todavía en llegar; así, el clima permite aprovechar de unos días de ocio y de exploración en una ciudad que hace gala de un sorprendente nivel de vida y del formidable desarrollo de aquel concepto civilizado que es la “urbanización”.

Sydney, es una de las ciudades más hermosas que hay en la tierra. Su puerto fue considerado como “el más bello del mundo”, desde el día mismo de su británica fundación. No deja de llamar la atención que lo que fuera en sus comienzos tan solo el asentamiento de una colonia penal (igual que fueran Guantánamo, la isla Gorgona o San Cristóbal en las Galápagos), habría terminado convirtiéndose en la ciudad más populosa de Australia y en una metrópoli cosmopolita de más de cinco millones de habitantes! Sorprende tan admirable desenlace en este rincón meridional de una isla-continente, cuya casi total extensión más bien parece un paisaje lunar cuando se lo observa desde el aire. Y que haya conseguido toda esta magnífica forma de desarrollo en menos de doscientos cincuenta años!

La tierra de Oz, como la llama su gente, había sido “descubierta” hace solo cuatro siglos por los infatigables holandeses, en sus continuas exploraciones desde la capital de lo que hoy es Indonesia y que ellos habían dado el nombre de Batavia (la actual Jakarta). Pero, habrían sido los ingleses los que más tarde la exploraron y reconocieron con un afán de asentamiento y posesión, especialmente en sus costas sur orientales. Así, llegaron a lo que James Cook llamó Port Jackson, en la ensenada de Sydney, nombre que, a su vez, se prefirió al muy británico de Albión.

Llegué por primera vez a Sydney hace casi quince años. Era la primera vez que pisaba Australia, una tierra que desde siempre me atrajo por su espíritu liberal y deportivo, por su forma de vida y por su admirable organización. La tierra de los “ozzies” es una fusión de las estructuras y valores europeos, a los que suma la forma de bienestar alcanzada en Norte América. Cierto que sorprende en ella la ausencia de mestizaje, pero aquella comprobación no puede divorciare del propósito rehabilitador, y nunca colonizador, que inspiró la fundación de los enclaves originales, y tampoco desvincularse del infortunio de los pueblos aborígenes que fueron diezmados por enfermedades infecciosas, como la viruela y la varicela.

No deja de sorprender tampoco que en este inmenso territorio, de más de siete millones de kilómetros cuadrados, que es Australia (igual a treinta veces la extensión territorial del actual Ecuador), vivan menos de treinta millones de habitantes. Esto solo se comprende si se consideran las políticas restrictivas de inmigración que se implementaron en el pasado; así como cuando se observa que hay una mayoritaria tendencia en el hombre australiano por disfrutar de las ventajas y beneficios que ofrece la ciudad. En la práctica, la población australiana se encuentra concentrada solo en sus principales ciudades.

Hoy casi nadie recuerda que éstos fueron, en sus comienzos, lugares de reclusión y de rehabilitación. Australia es una enorme isla donde reinan la tranquilidad y el ocio. Ésta es la tierra del deporte y de los campamentos al aire libre; es la patria del relajamiento y de la distracción. Australia es una democracia parlamentaria, que no ha olvidado su condición de monarquía constitucional. Miembro como es del Reino Unido, rinde todavía homenaje a la reina de una patria alejada: la distante y casi centenaria reina Isabel de Inglaterra.

Sydney, Nueva Gales del Sur, 4 de noviembre de 2011
Share/Bookmark

No hay comentarios.:

Publicar un comentario