19 marzo 2012

De alcaparras y capariches

Yo debo haber sido muy pequeño, probablemente estaría en los primeros años de escuela, cuando cada mañana un chirrido isócrono aportaba a mi prematuro despertar y desvelo. Entonces, solía acercarme a la ventana del balcón que daba a la calle, cuando todavía no se había decretado la inauguración de la mañana, y así es como descubría que aquello tenía que ver con las tareas ambulantes de un personaje, que ha dejado de existir en la ciudad desde que habíamos entrado en la segunda mitad del siglo veinte. Ese ruido quizás denunciaba la falta de engrase de la solitaria rueda de la carretilla con que aquel obrero facilitaba sus labores.

Tratábase de un indígena que era quien realizaba las tareas de aseo en aquel sector de la urbe; era un individuo enjuto y alto de apostura, que cubría su cuerpo con un traje blanco, espartano y de bayeta, cuya prenda inferior a duras penas le llegaba a un poco más abajo del nivel de la rodilla, al estilo de los actuales pescadores. Agarraba el pelo hacia atrás de su cabeza en la forma de un moño –el característico huango-, e iba acompañando su trajinar con un silbido melancólico, mientras ejecutaba las pacientes y prolijas labores que le habían encomendado. Conocían al madrugador personaje con el nombre de “capariche”.

Ese fue el único encargado del aseo de la cuadra que yo habría de conocer hasta mucho más tarde. Así, cuando escuchaba alguna referencia relacionada con el estrambótico capariche, venía enseguida a mi mente la imagen del individuo escuálido y favorecido por su generosa estatura que recorría, acompañado de su carretilla y de una hirsuta escoba de ramas, los requiebros inclinados de la recién pavimentada calle. Hablar del capariche invitaba a pensar en un indígena alto y desgarbado, con unos pantalones incipientes. De modo que, cuando alguna vez escuché en casa hablar de alguien de apariencia famélica y compararlo con un “chahuarquero”, no podía sino relacionarlo con nuestro abnegado capariche…

Pasado el tiempo habría de advertir que con ese término, tomado del quichua, se distinguía al agave, penco, pita, pulque o maguey, el mismo que luego de una demorosa floración producía una vara larga y angosta que, con probabilidad, ha dado origen a aquella expresión de “flaco y alto como chahuarquero”. El agave o penco, de donde se extraen el tequila, el mezcal y la cabuya, da también como fruto unas pequeñas pepitas que en América se conocen como alcaparras. Estas difieren de la las que se cultivan en Europa, y que sirven para ser preparadas en encurtido, que aunque son similares en su forma son producidas por un arbusto.

El penco sirve para preparar lienzos de cáñamo, esteras, cuerdas y jarcias; no debe confundirse con el aloe vera o sábila, que aunque puede tener una similar apariencia, se trata de una especie con caracteres y usos, más bien medicinales.

Un buen día aparecieron en la calle unos camiones de recolección de desechos; a ellos habría de acompañar una inquieta cuadrilla que hacía sonar una alegre, apurada y cantarina campanita. Se trataba del nuevo pregón de la recolección municipal de basura. Desde entonces, aquel otro chirrido madrugador habría de desaparecer para siempre y muy pronto habría de comprender que no todos los capariches de barrio eran personajes favorecidos en estatura y macilentos, a los que yo me había acostumbrado a confundir con los espinosos chahuarqueros…

Quito, 19 de marzo de 2012
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1 comentario:

  1. me gusto mucho la lectura , de verdad, de donde o donde esta usted o a donde se refiere la historia que cuenta? entiendo que es Sudamérica, pero donde exactamente? me encantaria conversar con usted, aunque sea por estos medios que son tan validos como cualquier otro para las personas que correteamos por el mundo como por el patio de nuestra casa familiar, en mi caso, la de mis abuelos. Le dejo mi correo taempirimagine@gmail.com

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