26 marzo 2012

Y la llamaban Anita…

Fue la mujer más tierna y discreta que jamás conocí en mi vida; de hecho -ahora que lo pienso- creo que también fue la persona que más influenció en mi vida. Todos la conocían como Anita, y a nadie se le hubiera ocurrido tratarla de Ana, o siquiera como Ana Lucía. Había en ella una espontánea predisposición para los afectos, para el gesto magnánimo y el requiebro conmiserativo: una coincidencia de piedad y de bondadosa simpatía.

Era mi tía, pero a la muerte de mamá, no tardó ella en asumir esa maravillosa subrogación para convertirse en la segunda madre que me regaló la vida. Yo habría caído en la injusticia y la ingratitud si alguna vez la hubiese tratado de Ana, porque jamás pude prescindir del diminutivo. Ana hubiera sonado áspero, desabrido y astringente. Los hilos del corazón me exigieron siempre que la llame como Anita.

Hoy parece que se ha impuesto el comentario inevitable frente a un curioso episodio periodístico en que una importante entrevistadora habría resentido el hecho que la han llamado de Ana, así a secas, y no de Anita… Más allá de la intención del conspicuo entrevistado para usar el diminutivo -ya que nunca es fácil, y ni siquiera lícito, suponer las reales intenciones ajenas- se me antoja que existen nombres femeninos que al prescindir del diminutivo adquieren de golpe una cierta nota huraña, ácida y arisca, un jaez de incontrovertible aspereza.

No subestimo el hecho de que muchas veces abusamos del diminutivo, sobre todo en los países de habla hispana en América, para indistintamente halagar con una forma de lisonja o para satisfacer un propósito de superioridad o poderío; pero tampoco podemos desconocer que existen nombres que en la carencia del sufijo de disminución adquieren un carácter hosco y repelente, cual si se tratasen de rugosos apelativos. A manera de apostilla, hoy se me ocurren nombres como Ana, Sara o Teresa que sugieren una incuestionable amargor, un extraño regusto cuando se los utiliza con la ausencia del diminutivo.

Jamás se me hubiese ocurrido llamar a mi tía con un sumario y desabrido Ana, o dirigirme a mi suegra con el sucinto e irreverente de Teresa (ya habría bastante desafecto inherente en el solo acto de llamar a alguien como suegra). Así, para referirme a alguien que conozco con un lacónico y abreviado Margara -su verdadero nombre-, y no como Margarita, tengo que hacer un esfuerzo intencional para evitar el incómodo añadido.

Yo mismo tengo la tardía sospecha que deseché el Mariano -que fue realmente el primer nombre que mis padres me habían escogido- en beneficio del apelativo con el que la gente hoy me conoce, porque me habría parecido que una curiosa confabulación familiar trataba de privilegiar la indigestión que me producía el que me identifiquen con aquel tibio y desconfiado Marianito…

Quito, marzo 26 de 2012
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