12 marzo 2012

De los frutos del peral

Se llamaba José Luis pero le decíamos Pepellucho, así duplicando con intención la ele y arrastrándola al momento de pronunciar el sobrenombre. Había repetido el cuarto año y algo en él denunciaba una prematura madurez, quizás porque exhibía un gesto de indiferencia hacia lo que para nosotros todavía representaba lo novedoso y lo fresco. Era más bien pequeño; mas, el cuidado que ponía en el vestir denunciaba su probable afluencia o, quién sabe, unos tempranos amores que él prefería mantenerlos en secreto. No solo habría de ser mi compañero de pupitre, sino que con él habría de estrenar ese hecho inaudito y temerario en que consistía faltar una tarde a clases, para ir al cine ranclándose del colegio…

Para un chico como yo, obligado como estaba a exhibir muestras permanentes de aprovechamiento académico, la experiencia entraba en el terreno de lo insólito y representaba casi tanto como cometer una fechoría, a vista y paciencia de todos los conocidos con quienes podía tropezar en el centro . Es que, echarse la pera… pase! Pero acudir a un cine de controvertida reputación, a presenciar un filme censurado para menores, mientras exhibíamos en brazos los textos de las clases que habíamos desdeñado… significaba algo más que un alarde de temeridad. No solo proclamaba nuestra indiferencia ante un injustificado absentismo, era tener las agallas y el descaro para exhibir sin pudor nuestro ya dudoso predicamento!

Si repetir la aventura para asistir a una película prohibida habría de llenarme de inéditos escrúpulos e incómoda vergüenza; comprobar que tales ausentismos eran de uso corriente en las oficinas con carácter público, habría de producirme un encono ni siquiera superado por mi propia sorpresa. Con el tiempo habría de comprobar que aquello que en España llaman con el eufemismo de “hacer novillos”, o en el sur del continente como “hacer la cimarra” o “hacerse la rabona”, era parte consustancial de los díscolos modales de los integrantes de las instituciones públicas. Así habría de comprender que esto de incumplir con la esperada asistencia no solo que tenía algo de generalizado en el mundo latino, sino que además era aceptado con casi normal indulgencia.

A esto se suma la absurda costumbre que hoy se ha arraigado en los servidores de las oficinas públicas de “extender” abusivamente su hora de almuerzo con el objeto de atender sus gestiones personales de diverso orden. Como esto sucede justo cuando los bancos e instituciones afines cuentan, precisamente, con un menor e insuficiente número de empleados al requerido, para atender la lógica e intempestiva congestión que se produce en estas horas meridianas -porque la mitad de sus propios empleados se ha ido también, y por coincidencia, a su propio almuerzo-, estas inoportunas tareas se convierten en aún más lentas y terminan por agravar los efectos del ausentismo de quienes invierten el tiempo, que debe asignarse a la atención al público, en postergadas tareas domésticas…

Así es como se complica el círculo vicioso; y esta es la inevitable consecuencia de algo tan inocuo en apariencia, como “hacerse la rabona” o “tirarse la pera”!

Quito, marzo 10 de 2012
Share/Bookmark

No hay comentarios.:

Publicar un comentario