28 marzo 2012

Substancia y apariencia

Esa es hoy una palabra manoseada, tanto que ya casi nadie sabe lo que realmente significa. Se la usa con capricho, con el capricho de quien obtiene y consigue lo que había pedido, pero desconoce el modo de su empleo o su utilidad. Es una palabra imprecisa que se instala a medio camino entre la pretensión y el antojo; la usan los ilusos y los demagogos, los idealistas y los estólidos; y hay quienes hasta dicen por ahí que sería el nuevo nombre de la paz… Se la utiliza como pretexto y se abusa de ella, con una ausencia de substancia que rayana en el contrasentido. Si lo que importa es la apariencia, la palabra revolución satisface la pretensión y gratifica las exigencias del afán.

La escuché en mis primeros años de escuela, en un simbolismo de desafectos y manos crispadas, de bayonetas que aplacaban los abusos, asistidas por el vocerío y la secuela de la sangre derramada, en episodios que denunciaban la inutilidad del diálogo y el testimonio de la mediación frustrada. Fue un término que reflejaba rebeldía, cambio radical y ejercicio inédito de la conciencia de libertad. Quizás la primera eclosión del reprimido descontento popular que escuché fue la conocida como “Revolución de las alcabalas”; aquella no parecía tener relación con un estribillo electoral que por esos mismos tiempos proclamaba un poco publicitado binomio: “Parra-Carrión, revolución” decía la repetida perorata.

La raíz etimológica de la palabra revolución sugiere un sentido raro e indiscreto; proviene de revolver, que implica dar vueltas -o dar la vuelta-, pero que también implica volver en sentido inverso, regresar hacia atrás o volver a empezar… En el sentido político representa un cambio brusco, radical, cruento y profundo de las estructuras, una manifestación violenta que da al traste con el status quo, que representa un reordenamiento de los estamentos del estado y de la sociedad. La revolución, entonces, va mucho más allá que una sugerente proclama y que una tibia revuelta; implica sublevación, trastorno, conjura y transformación radical.

No puede haber revolución cuando se actúa y gobierna a nombre del poder legítimo; en este caso, lo que se insinúa tiene solo un valor figurativo, a menos que se haya transformado en una impostura esa misma opción que acudió a los mecanismos de la democracia para obtener esa anhelada legitimidad. Porque debería ser la paz la que se demande como el nuevo nombre de los cambios radicales y ya no la revolución la que sea proclamada como el nuevo nombre a que aspira ese anhelo irrenunciable que tiene el hombre y que llamamos paz!

Si lo que cuenta no es el cambio real, sino tan solo la apariencia o la impostura, la religión habría dejado de ser el supuesto opio del pueblo. La falsa y manipulada revolución le habría arrebatado ese lugar…

Quito, marzo 28 de 2012
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