05 marzo 2012

Tiempo de indulgencias

“Atributo de Dios es el perdón; Dios perdona, pero envía el ángel exterminador al campo de sus enemigos, y ¡ay, de los malvados!” (Juan Montalvo, El buscapié).

Este es tiempo de indultos y de perdones (o casi). Perdonar tiene una etimología curiosa porque viene del prefijo per (que indica acción completa y total) y de donare, que significa regalar; por ello, perdonar implica un acto de completa benevolencia y generosidad por parte de quien perdona. Así que, cuando se quiere dejar en claro que se perdona pero que no está dispuesto a olvidar, la remisión que se intenta carece de la más importante de las virtudes, aquella que representa la cualidad principal de la parte que perdona y que le identifica con la grandeza y con la elevación de ánimo: lo que llamamos magnanimidad.

Los actos caracterizados por la magnanimidad implican tolerancia, benignidad y condescendencia; es decir: una actitud de respeto a las ideas y opiniones de los demás –aunque no sean coincidentes con las propias-; una predisposición y tendencia para procurar el bien ajeno; y, además, un propósito por acomodarse con bondad a la voluntad de la otra persona. Solo así, la benevolencia implica un gesto de buena voluntad, comprensión y simpatía por parte de una hacia otra parte. Por todo esto parecería que la concesión del perdón constituya un gesto simple, pero que en la práctica nos resulte tan complejo aquello de perdonar.

Sin embargo, así como quienes hemos sido perdonados no esperamos exigencias, tampoco es lícito poner condiciones si alguien nos favorece con su indulgencia, cuando el perdonador –por el motivo que fuere- se hubiese bajado del pedestal de su orgullo para concedernos su indulto o absolución. Si el perdón es la voluntad de librar al inculpado de una deuda, castigo u obligación (en ello consiste el acto de remisión), la indulgencia consistiría en una franca disposición para ofrecer ese perdón, para disimular las culpas de los otros y entonces –a través de ello- optar por conceder una determinada gracia o condonación.

Hace muchos siglos la Iglesia puso en ejercicio el cuestionado beneficio de las llamadas indulgencias; tratábase de un método para aminorar las penas temporales a que se habían hecho acreedores quienes habían caído en pecado. El término "indulgencia" (del latín indulgentia: bondad, benevolencia, gracia, remisión o favor) representaba el uso de un recurso para reducir los castigos que esperarían en el purgatorio a quienes habrían caído en pecado.

El asunto de las indulgencias dio margen a excesos y abusos y habría de propiciar, más tarde, un serio cisma en la Iglesia, convirtiéndose en la chispa que habría de acelerar la reforma protestante. Por ello, hacia mediados del milenio, el Concilio de Trento habría de coincidir en claras disposiciones con respecto a las indulgencias y habría de poner fin a la polémica venta de las mismas.

De vuelta a las otras indulgencias, a las que están más frescas, ellas no pueden representar un “borra y va de nuevo”, pero deben significar un bondadoso propósito por buscar conciliación, respeto mutuo y por propender a la urgente necesidad de conjugar un verbo que se ha ido devaluando: el verbo tolerar. En los trasiegos políticos la remisión no debe significar dádiva sino reconciliación.

Quito, febrero 5 de 2012
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