15 mayo 2014

De caquitas y otros asuntos

Acabo de regresar de una de esas cortas caminatas que ahora se han convertido en mi nueva costumbre. Esto, a pesar de las caquitas caninas y del cambiante, inesperado y casi siempre mal presagiado clima. Tal parece que de pronto el pronóstico del tiempo se convirtió en un arte imposible frente a ese capricho impredecible que caracteriza a las condiciones de la meteorología. Sale el sol cuando lo que se espera es un cielo nublado o una llovizna impertinente. Llueve cuando los pronósticos advierten que ese día, por fin, la lluvia habrá de transigir.

A menudo efectúo esos brevísimos paseos para acudir a la vecina farmacia en la búsqueda de un par de medicamentos. He ido advirtiendo que tales fármacos, incluyendo sus respectivos genéricos, fueron adquiriendo precios exorbitantes, poco considerados y -digámoslo de una vez- realmente prohibitivos. No puede comprenderse cómo los gobiernos no han hecho una profunda revisión de este tema; primero, porque se encuentra de por medio la salud, vale decir la vida de los ciudadanos; segundo porque no se entiende cómo pueden tener acceso a esos fármacos y a un decente esquema de salud, las clases más necesitadas.

Estoy persuadido que los laboratorios farmacéuticos deberían ser partícipes del juramento hipocrático. Aquella actitud especuladora, impávida y desaprensiva que los caracteriza, no hace sino identificarlos con aquel talante que hoy en día observamos en algunos facultativos médicos. En efecto, la consideración especial para los menos favorecidos, la sensibilidad para quienes soportan enfermedades que demandan erogaciones excesivas o tratamientos prolongados, parecen no ser suficiente motivo para despertar el criterio magnánimo y compasivo por parte de muchos profesionales de la salud. Uno se pregunta si un elemento de su motivación profesional no fue también el de aplacar el dolor de sus semejantes.

Mis abreviados paseos tienen ese provechoso y catártico sortilegio: favorecer mis reflexiones frente a lo que sucede en la vida, a lo que ocurre en la vecindad, a lo que parece suceder en el transcurso perseverante de los horarios. Un gesto, un mínimo episodio, una palabra escuchada, la espera para cumplir una gestión, cualquier asunto que se observa o experimenta, es motivo para meditar en una situación, y en su respectiva incidencia y solución. El caminante aprecia que sus desordenados vagabundeos tienen la insospechada virtud de permitirle meditar en sus vivencias y reaccionar frente a lo que le entregan la vida y el tiempo.

Pero volvamos a las caquitas. Tal parece que se fue convirtiendo en una absurda costumbre esa moda de unos pocos desaprensivos dueños caninos de “sacar a pasear” a sus consentidos cachorros (léase sacar a evacuar sus excrementos). No puedo imaginar cómo estos desvergonzados individuos han llegado al convencimiento de que pueden propiciar tan horribles trámites escatológicos en cualquier sitio de la vecindad, y luego no atender con oportunidad a su correspondiente limpieza.

Para colmo, ellos están convencidos de que no fastidian a nadie con su incuria y con tan torpe expediente evacuatorio. No alcanzo a entender a cuento de qué estúpida persuasión ellos no pueden apreciar el obstáculo riesgoso y repugnante que generan. A ver si -a más del fétido olor que producen- les gustaría enfrentar en carne y zapatos propios la desagradable experiencia de resbalar sobre esas porciones de inmundicia, o de pisar sobre esas secreciones mal disimuladas!

Esta es realmente una muy fea costumbre, una opción incivilizada y de pésima apariencia. No nos queda a los demás sino unirnos y marchar en contra de este insólito desparpajo. ¡Asquientos y escrupulosos del mundo uníos! ¡Que vivan las veredas limpias! ¡Abajo la caca de perro y el cínico desenfado de aquellos dueños desaprensivos! ¡Que recojan y pongan en su lugar la deyección de sus caninos!

Quito

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