12 mayo 2014

Silencio y soledad

Conversaba con uno de mis más cercanos amigos en días pasados; se trataba de uno de esos coloquios breves, de aquel cruce fugaz y casi instantáneo de experiencias y opiniones que definen y justifican nuestra amistad. Trataba de explicarle que para sentarse a escribir hace falta disfrutar de un cierto aislamiento, de un estado carente de distraimientos e interrupciones, de un estado de relativa soledad. "Lo que quieres decirme es que se requiere de una cuota de silencio", me corrigió, mientras yo intentaba hacer una apología de ese elusivo estado de tranquilidad.

Intuyo que las técnicas de trabajo que emplean los escritores son diversas en sus métodos. Así, unos lo hacen solo cuando sienten una cierta predisposición para hacerlo -lo que no es lo mismo, ni corresponde necesariamente, a un estado de inspiración-; otros prefieren un trámite más organizado, caracterizado por la disciplina y enmarcado en un horario que se respeta en forma cotidiana, dejando fuera de esa cláusula, en el resto del día, espacio para imaginar nuevos elementos, para hacer investigaciones, para tomar notas y propiciar nuevas reflexiones frente a la obra en proceso de gestación o construcción.

Es probable que lo que todos experimenten en común sea ese compromiso con una idea central, esa dedicación hacia esa suerte de meta que consiste en el concepto acerca del cual han tomado la decisión de relatar o escribir. Esa imagen, intuyo yo, constituye el núcleo permanente alrededor del cual se va edificando y va tomando forma el trabajo literario. Visto así el arte de escribir, se va convirtiendo en una tarea incesante, en un oficio ajeno al descanso, se va transformando -si no se había transformado ya- en una perenne y loca obsesión.

Sin embargo, ese compromiso, esa disciplina, esa inalterable forma de dedicación a la obra en gestación, no constituyen aspectos suficientes. Supongo que el hombre (me resisto a completar con aquel "y la mujer" -esa absurda e innecesaria moda-) concentrado ya en la intención que lo impulsa y mantiene obsesionado, procura espacios, momentos de paz y de tranquilidad, y se rodea de un ambiente que le ha de liberar de fastidiosos contratiempos e ingratas interrupciones. Esto, por fuerza, equivale a algo más que a una acordada situación de aislamiento, entraña también una definitiva cuota de consentida soledad. Sin ella, sería casi impensable esa tarea a ratos contemplativa, y a ratos también artesanal, en que consiste el arte de escribir.

Otra cosa muy distinta es, no obstante, lo que unos pocos por allí llaman con el sugestivo nombre de "inspiración", me atrevería a decir: lo que unos pocos que nunca se han puesto a escribir o se han propuesto hacerlo llaman con ese nombre. Para muchos cultores de las diferentes formas de creatividad artística (de las cuales forma parte la literatura) no existe esa forma mágica y hierática de concebir la creación poética. Lo que existe es un empeño que no claudica, una imagen medular que puede llegar al rigor de convertirse en obsesiva, que sirve de eje e impulso vital, que se convierte en la razón de ser del esfuerzo ocasional, e inclusive también en una razón de vivir, alrededor de la cual se sitúan las demás urgencias.

Vista así la tarea del escritor se convierte en algo más que una distracción, en algo más que una forma distinta de oficio; se convierte en algo más que una manera distinta de misión: perdura en un tipo más elevado de apostolado o compromiso. Escribir entonces puede transformarse en un asunto compulsivo, en una suerte de obsesión que, para evitar que lleve al autor a un estado de enajenación e indeseable aislamiento, ha de satisfacerse con mesura y con dosificación, única manera de que el escritor logre armonizar el valor etéreo de su creación con aquella realidad que es parte de ese mundo que le ha tocado en suerte vivir y compartir…

Quito

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