18 julio 2014

Claraboya

Si se observa una de las portadas de Claraboya, la novela póstuma de José de Sousa Saramago (Azinhaga, Portugal, 1922 - Lanzarote, España, 2010), no se puede menos que transigir ante la reflexión que provoca la aparente interpretación del artista responsable del dibujo. En un fondo ocre, que parece semejar un enorme portón, un diminuto hombre captado en una instantánea de curiosidad parece hacer un esfuerzo por cruzar un postigo estrecho, como apartándolo para dar paso a su catadura. De pronto, uno advierte que la oscuridad que se descubre al otro lado de la apertura, produce una sombra descomunal y contradictoria, un extraño claroscuro. Parece reflejar una sutil metáfora, una que insinúa que algo no hemos entendido.

Claraboya es una de las primeras novelas de Saramago, una que el premio Nobel la habría escrito antes de los treinta años. Cuando le llamaron desde una editorial para anunciarle que habían redescubierto el manuscrito, ya habían transcurrido otros cuarenta años y el autor, enojado por tan incomprensible falta de respeto, se opuso a la tardía propuesta de los editores que ahora estaban listos a publicar la obra, y resolvió que no lo haría mientras estuviese con vida. Para entonces ya había visto publicadas muchas de sus famosas y provocativas novelas, y gozaba del ecuménico reconocimiento que le otorgaba el mundo de la literatura.

Algo hemos de decir de Saramago, un hombre que tuvo que lidiar con la tartamudez, que nunca fue a la universidad, que había sido mecánico de profesión, y cuyos padres y abuelos fueron analfabetos. Hubo un tiempo en el que devoré la mayoría de sus novelas, las mismas que obligan a sus lectores a replantearse su misión en el mundo y a reconocer las diversas tonalidades morales que encontramos en la vida. Ahí nada es solo blanco o solo negro, nadie es totalmente culpable o totalmente inocente. Pues eso es justamente la vida, una inescrutable condición donde los hombres terminamos viéndonos en el espejo y descubrimos que asomamos distorsionados por el subjetivo lente con el que los demás nos miran.

En Claraboya se suceden esas instancias vitales, los recelos, el egoísmo, las ambiciones -esa competencia sin misericordia- que parecen ser parte primordial de toda relación humana cuando estamos sometidos a la opinión ajena y al escrutinio que anima la curiosidad de los vecinos. Claraboya es la narración de unos incompletos episodios acerca de lo que sucede, o puede ocurrir, en los espacios compartidos, en la cotidianidad de la vida del conventillo. Ahí hay espacio para lo magnánimo y para lo abyecto, para la insidia, para la bondad o la ilusión. Y todo se percibe como si se otearía desde un ventanal elevado y secreto, que nos regala la luz necesaria para ayudarnos a interpretar y la distancia para asegurarnos discreción...

Resulta sorprendente que un joven Saramago haya sido capaz de describir cuadros humanos tan complejos que piden ser pintados con el pincel de la madurez. Hay, en la presentación de esos personajes, una cuota de profunda sensibilidad, un hábil manejo psicológico de las escenas en las que ellos intervienen, y -además- una enorme fidelidad del sesgo inesperado que a menudo adquieren los intercambios coloquiales. Eso domina Saramago desde muy joven, una suerte de oficio para dejar que los diálogos fluyan. Son intercambios nada premeditados, surgen como en la realidad de la vida, empujados por la fuerza espontánea de la improvisación.

Un hombre que supo utilizar la imaginación para combinar sus más conspicuas cualidades, la compasión y la ironía (así supo reconocerlo la propia Academia sueca), Saramago dejó de publicar por cerca de treinta años, porque argumentaba que "no tenía nada que decir". Cuando hacia 1980 le sorprendió una inusitada fama, sus obras fueron de pronto reconocidas mundialmente y deleitó a sus lectores con novelas como "Manual de pintura y caligrafía", "El año de la muerte de Ricardo Reis", "El evangelio según Jesucristo", "Ensayo de la ceguera", "Caín" y "Ensayo de la lucidez". En todas ellas, el autor nunca cesó de utilizar sus parábolas para invitarnos a meditar en lo fortuito y circunstancial de nuestra humana contribución .

Casablanca

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