18 abril 2017

De méndigos y mendigos

No creo que hice alguna vez alarde de "mejor alumno", ni de de "mejor egresado", aunque -hablando con sincera humildad- siento que si fui un buen alumno. Es más, siendo como era huérfano de madre y en vista de que pasé a vivir con mi abuela materna luego de la muerte de su hija (mi desaparecida mamá), dado su carácter austero y el inusitado profundo interés que desarrolló por el "aprovechamiento" en nuestra educación (incluyo la de mis dos hermanos menores), creo que no tuve otra opción que la de "sentarme a estudiar".

Con mi querida abuela Carlota, se estudiaba o se estudiaba. Mis propios compañeros fueron testigos de cargo, más de una vez, de sus ocasionales arrebatos cuando yo, por injustificado descuido, no volvía a casa con la certificación semanal (ese cuadernillo empastado en que consistía la "Libreta de Notas") de que había sido merecedor a uno de los primeros puestos.

Ahora que lo pienso y reflexiono, no sé ya ni siquiera si fui realmente eso: un alumno que debía haberse destacado por su aprovechamiento. Lo que sí tuve, fueron excelentes formadores y "enseñadores" (en mis ocasionales maestros). Me refiero con esa -un tanto prosaica palabra- a aquellos educadores que supieron sembrar en mí ciertas inquietudes e intereses, aquellos que -con sus consejos, sabiduría y enseñanzas- más de una vez me estimularon a consultar el diccionario, a acudir a la biblioteca para completar información respecto a cualquier tema o que sembraron en mi joven mente el deseo de explorar, averiguar y conocer algo más. Ellos nunca supieron, quizá sin quererlo, que fueron los ocasionales culpables de mis domésticas reprimendas... "¿Estás estudiando 'la materia' o ya andas leyendo otra de tus novelas?"...

De los hermanos de La Salle aprendí a escribir con buena letra (fueron esenciales para ello la tinta, el secante y el canutero); ellos me inculcaron la lectura y me hicieron descubrir esa magia que los números habían tenido escondidos. De ellos aprendí a cimentar mis valores morales y a fortalecer muchos otros conceptos y virtudes que en casa había visto y aprendido. De ellos, de los hermanos y de buen número de mis profesores seglares, aprendí las reglas de la gramática, o que nunca se debía decir méndigo, que se debía decir mendigo. Aunque, para decir la verdad... nunca supe por qué me lo advirtieron! Nunca oí decir a nadie aquello de "méndigo".

Mas, eso fue solamente "hasta que te conocí", como dice la canción mejicana. Sí, porque fue en México o, mejor dicho, hablando con colegas y con amigos mexicanos, que fue cuando escuché por primera vez que a alguien le trataban como méndigo y no con el sustantivo de mendigo. Me tomó tiempo averiguar que no se trataba de una palabra mal pronunciada, que era enteramente una palabra distinta, con un diferente sentido y significado; que ambas eran palabras similares pero que tenían un valor semántico distinto. Un méndigo no era un mendigo, era una persona infame o despreciable, y la voz se la utilizaba mucho en forma coloquial para referirse o identificar a alguien como a un desgraciado o, mejor aún, como a un bandido.

Lo curioso es que la palabra méndigo, así con acento y como esdrújula, es recogida por el diccionario de la RAE, pero no por muchos de los diccionarios de mexicanismos. Salvo por uno, el "Diccionario breve de mexicanismos", de Guido Gómez de Silva (Fondo de Cultura Económica, 2001), que no sólo acoge la voz con el sentido de malo o maldito, sino que al definirla presenta, como esclarecedor ejemplo, un muy simpático aforismo: "mendigo es el que pide, méndigo el que no da". Y añade, que la voz méndigo, es equivalente a 'sujeto despreciable'.

Cosa curiosa son los diccionarios, en especial estos relacionados con el uso de las palabras en las diferentes culturas y países, sea que se trate del habla culta o de la llamada habla popular. Curioso también como la actitud avariciosa tiene -en todas partes- un contenido y concepción que la identifican con lo infame y reprochable. Si es interesante cómo se va desarrollando la costumbre del uso diferenciado de ciertas palabras, quizá lo sea más aquello de dedicarse a la esforzada tarea de indagar y coleccionar nuevas voces, locuciones, expresiones y acepciones. Esa es la ímproba tarea de la que se encargan los que tienen por oficio la lingüística.

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