06 agosto 2023

Adiós a Álvaro Pazmiño

“Y lo que llamáis morir es acabar de morir, y lo que llamáis nacer es empezar a morir, y lo que llamáis vivir es morir viviendo”. Francisco de Quevedo y Villegas – El libro de los sueños.

 

Fue la nuestra una amistad de más de 50 años, una suerte de cómplice identidad que convirtió nuestra vida en confidencia recíproca. Álvaro fue mi amigo, mi compañero y mi colega; pero fue también mi alma gemela. Fue ese otro hermano que me quiso regalar la vida. Esa vida que nos permitió tener la confianza para compartir nuestras travesuras, nuestras ilusiones y uno que otro interrumpido sueño. Álvaro nunca transigió ante la dicotomía de soñar o vivir sus sueños. Él no podía dejar de hacer ninguna de las dos cosas. En eso éramos diferentes, pero quizá por eso fuimos tan cercanos, siempre nos unió aquella complicidad, siempre estuvimos pendientes de los planes del otro y siempre nos llevamos bien…

 

Dice Javier Cercas, que “la alegría es la conciencia atea de que somos —para decirlo con el verso de Vicente Aleixandre— ‘un relámpago entre dos oscuridades’ y la conciencia exultante de que, mientras ese fugaz y breve resplandor dure, hay que saberlo gozar intensa, ávidamente”… Ese pensamiento se hermana con el humilde concepto de Vladimir Nabokov frente a la existencia, aquél de que esta no es más que “un breve destello de luz entre dos eternidades”…

 

Una lejana tarde de verano, cuando todavía volaba el Twin Otter, y mientras desembarcaba pasajeros en el viejo aeropuerto de Cotocollao, me llamaron desde otro avión que aproximaba. “Alberto, “veinte cero” dijeron. Al cambiarme de frecuencia a 120.0, alguien se identificó como Álvaro Pazmiño y me dijo que quería conocerme. Al cabo de pocos minutos aterrizó y nos dimos un primer y auspicioso abrazo; ahí, en plena plataforma. Esa misma tarde lo seguí a su casa. Para mi sorpresa, estaba casado con una agraciada chica a quien había conocido de vista mientras caminaba en La Floresta (con el tiempo, también se haría amiga y confidente de mi mujer). Ellos, los dos, criaron unos hijos que siempre nos trataron cual si fuesen nuestros sobrinos…

 

Álvaro fue algo precoz: el primero en pensar en un negocio, el primero en casarse y construir una vivienda. Pronto descubrió que su organismo no estaba hecho para horarios y comidas irregulares; pronto fue también el primero en dejar de volar, el primero en jubilarse; y hoy –fiel a ese anticipado espíritu pionero– ha querido también ser el primero en adelantarse…

 

He vivido bastante, pero nunca he conocido a alguien que, como él, viviera siempre haciendo y participando nuevos e inusitados planes. Yo me alegro por ello, porque estoy persuadido de que aquellos que viven haciendo planes tienen la suerte de vivir dos veces. ¡Quién sabe! Quizá esa habría sido una de sus razones… A Álvaro le encantaba hacer proyectos, vivía haciéndolos… Por esos años, cuando lo conocí, había salido una canción de Serrat que repetía uno de los más populares versos de Machado, aquél de “caminante no hay camino, se hace camino al andar”. Comprender eso de “hacer camino” requiere de perseverancia en nuestros planes; solo ello nos permite aprehender que no hay camino si primero no sabemos apoyar nuestros anhelos en los cimientos de la ilusión…

 

Álvaro fue mi compañero en la aviación, él me introdujo en ese elusivo juego del golf, verdadera metáfora de la vida. Pero fuimos sobre todo compañeros de esa magia que consiste en compartir el disfrute de nuestras propias vidas, de nuestras circunstancias y participar de aquel resplandor del que hablábamos antes… ese tiempo que nos tocó disfrutar o compartir, apurarlo o dejarlo pasar, conscientes de la fugacidad de la vida, sabedores de que el baile no era para siempre. Pues, como decía el adagio de los abuelos “quien va al anca, no va atrás”.

 

Dice Javier Marías, que “el espacio es el depositario del tiempo, del tiempo ido, de aquél que todavía flota en los lugares mientras éstos se conservan”. Con Álvaro compartí un espacio prodigioso que –ese sí– fue todo un privilegio. Desde el primer día, ese fue el elemento que de verdad nos identificó como aviadores y como amigos, y que nos hizo sospechar que así como el espacio puede ser infinito, a lo mejor el tiempo también pudiera serlo, sobre todo si sabemos honrar la memoria e intentamos creer con humildad que a lo mejor sí existe la eternidad…

 

Te has adelantado querido amigo. Siempre voy a recordar el tiempo compartido. Gracias por haberme montado en esa otra inquieta motocicleta de tu amistad, desde aquella inolvidable tarde de verano. ¡Hasta siempre, Álvaro querido! ¡Hasta siempre!


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