22 agosto 2023

¡Demonios coronados!

Eran dos mujeres buenas. ¡Qué digo!, eran, más bien, dos mujeres santas. Hablo de mi abuela Carlota Judith y de mi tía Ana Lucía (realmente, mi madre putativa). Y eran santas porque sumaban a su indulgencia, a su sentido de compasión y solidaridad con los necesitados, esa impronta suya, esa devoción que complementaba aquel su sentido de piedad. Madrugaban las dos a misa de seis casi todos los días y, de lo que recuerdo, nunca dejaron de rezar el rosario vespertino en forma inaplazable todos y cada uno de sus días. Tenía la abuela la mirada más hermosa,  triste y azul que jamás volveré a ver en mi vida. Ella tenía una memoria admirable (que siempre traté de imitar): se sabía los ‘misterios’ cual si los estuviese leyendo y recitaba íntegramente, y en latín, la letanía de Loreto.

 

Aquellos misterios eran de tres tipos: gozosos, gloriosos o dolorosos (cinco por cada uno) y se los recitaba al inicio del rosario, plegaria que consistía en completar cincuenta avemarías. Los gozosos, por ejemplo, se los invocaba en miércoles y domingos. No eran “misterios” propiamente dichos, eran episodios, momentos significativos de la vida de Jesús o María que se recordaban de manera repetitiva. Entonces, los misterios eran solo esos tres; hoy parece que han añadido otros, los luminosos, que están asignados a los días jueves. Todos esos misterios, en particular los gozosos, darían origen a una forma de expresión coloquial para referirse a algo que no tiene explicación o que se hace difícil de entender. Como lo que a menudo me pasa con la extraña prelación que se usa con los apellidos españoles…

 

Ya en la escuela me llamaba la atención que alguien se llamara Blasco Núñez de Balboa, pero los libros de Historia lo abreviaran como “Balboa”; lo propio sucedía con Vásquez de Coronado, el no muy afortunado explorador de la parte suroccidental de los actuales Estados Unidos, quien se hizo famoso por “no” haber encontrado las ciudades fabulosas que se había propuesto. A él nadie le reconocía por Vásquez; todos lo llamaban por el que con probabilidad era el apellido de su madre: Coronado. Piénsese en Cervantes, su madre se llamaba Leonor Cortinas pero él mismo firmaba como Cervantes y Saavedra. Hoy se sabe que aquello de ‘Saavedra’ pudo haber sido adoptado por él mismo: existe en árabe magrebí un término que suena parecido y que significa manco o tullido, en esa lengua.

 

Todavía se usa en España esa curiosa costumbre. En mis tiempos de canciller de la OIP, los españoles se referían a su presidente, Álvaro Fernández Corrugedo, como Cmdte. Corrugedo; de idéntica manera, acaba de triunfar en los últimos comicios un señor llamado Alberto Núñez Feijóo, pero nadie lo trata de Núñez, todos se refieren a él como Feijóo. Esto sucede a pesar de que hace más de 500 años el cardenal Cisneros estableció una disposición administrativa que si bien no indicaba qué apellido se debía llevar, determinaba qué apellido debía ser heredado por los hijos. Esto de que se use el segundo apellido, y no el primero, estaría relacionado con la condición de que este fuese patronímico, para evitar confusiones con los apellidos que son más comunes (Rodríguez, Fernández, etc.).

 

Volvamos a Coronado. Contaba yo en este blog (Itinerario Náutico, de 12 de mayo) que, gracias al conquistador salmantino, no hay lugar del suroeste americano (USA) en donde no se intitule con este nombre a cualquier lugar o negocio. Se encuentra ‘Coronado’ –como rótulo– por todas partes. Claro que allí suena algo así como “coronaro” y es fácil colegir que en español solo quiere decir “quien ostenta una corona”. Pero, paremos aquí para hacer una breve disquisición semántica: existen palabras similares, como cornado (viene de coronado), corneado (participio de cornear), nuestro coloquial “cuerneado” (víctima de infidelidad amorosa); pero, es que además, parecería también utilizarse el término como imprecación o improperio, como blasfemia o maldición.

 

Estoy leyendo una novela de William Faulkner y el traductor utiliza una y otra vez un curioso improperio: “demonios coronados”; usa la expresión con la intención de convertir una locución coloquial. Se trata del traductor de The Hamlet, novela conocida como El Villorrio (La Aldea): un español llamado José Luis López Muñoz. Él la repite con frecuencia; pudiera tratarse de un uso arbitrario, sin embargo de que López es un reconocido y prolífico traductor. He debido recurrir a la fuente, al texto original, para así poder captar su real y verdadero significado. Se trata de un giro en lenguaje profano; un sucinto “hell fire”, literalmente “fuego del infierno”, algo similar a “diablos” o a ese “diantre” que era una de las voces que eran preferidas por la abuela. OK, problema resuelto… Diantre, ¡demonios coronados!...


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