09 enero 2011

Crisálida de Demóstenes

Ese día me notificaron de mi inminente participación en el concurso interno de oratoria en el colegio. Estaba yo recién en quinto año y los participantes, en su mayoría, eran alumnos del sexto curso; algunos de ellos con experiencia previa en el arte de comunicarse en público. Había por lo menos dos que antes habían cursado estudios de noviciado, lo que quería decir que estaban familiarizados con los métodos de la retórica y la elocución; y que habían desarrollado una que otra técnica respecto al arte de la improvisación y de la forma de cautivar a una audiencia específica. Puede decirse que sabían de ritmo, tono de voz, movimiento corporal, pronunciación, cadencia, uso de espacios y silencios; en fin, todos esos recursos que permiten expresar con elegancia y efectividad las ideas.

Mi experiencia, de otra parte, era muy limitada. Pocos meses atrás me habían invitado a participar en una convivencia de tres días con carácter más bien religioso. Tratábase de un movimiento juvenil de apostolado llamado Palestra, que realizaba reuniones para motivar a los adolescentes en los asuntos de interés comunitario y, de paso, entregaba un mensaje de apostolado y revisión de las actitudes juveniles. Palestra podía parecer un movimiento religioso; pero era, más bien, una propuesta altruista en favor de la comunidad y un mecanismo de replanteo personal en busca de la existencia auténtica y del personalismo.

Así, a mis cortos dieciséis años había pasado a conformar las filas directivas de ese movimiento. Además de las diferentes convivencias en las que participé, tuve la repetida oportunidad de visitar casi todos los colegios privados y estatales de la ciudad, para hacer proselitismo y presentar el proyecto. En esas cortas visitas se hacía una presentación de la estructura de Palestra, se presentaba una visión idealista de la juventud en la sociedad y se insistía en las metas que se procuraba lograr con los encuentros que se iban organizando.

La reiteración del mensaje; la experiencia con la respuesta de los estudiantes; el efecto que causaban ciertas frases; el descubrimiento de asuntos relacionados con la psicología de grupo; la utilización de enunciados y palabras que daban la imagen, o creaban la impresión, que dominábamos los temas, y que hablábamos de diferentes tópicos con autoridad; fueron creando en nosotros la confianza para la disertación en público, nos dieron un cierto dominio de la escena y nos pusieron en contacto con algunas ayudas mnemotécnicas que permitían la fácil elaboración de un efectivo discurso. Era el natural resultado de nuestra repetida exposición; y del contacto que habíamos pasado a tener con la obra de ciertos autores, con una literatura que facilitaba nuestras breves charlas y nos permitía enfrentar los debates y el cruce de argumentos que a menudo se presentaban.

El concurso interno en el colegio, buscaba como objetivo, el de seleccionar a un representante para el concurso intercolegial de oratoria que habría de realizarse pocas semanas más tarde en el Teatro Sucre, con la participación de varios colegios privados de la ciudad. Los temas que se escogieron fueron los mismos que el certamen intercolegial había planteado. Recuerdo entre otros tópicos a los siguientes: Ese extraño ser llamado hombre; La juventud: esperanza del mañana; La revolución, nuevo nombre de la paz. Eran los días posteriores a la revolución de Mayo en Francia (está prohibido prohibir). Poco antes, un personaje barbado llamado Che Guevara, había sido asesinado en las selvas orientales de Bolivia. Todavía se escuchaba el eco del mensaje del existencialismo. Había una nuevo e inédito interés en la juventud por participar en los temas de actualidad.

La presentación de los candidatos en el concurso se realizó por sorteo. Me tocó ser el primer expositor esa mañana; había optado por hablar de la juventud. Los alumnos recién habían terminado de acomodarse en el salón de actos, cuando empecé mi exordio usando varias citas de algunos pensadores contemporáneos. Recordé a Ortega y Gasset, a Emmanuel Mounier y a José Ingenieros; desarrollé el argumento de que la juventud era, más que una esperanza para el mañana, una realidad para el presente. Continué haciendo énfasis en la filosofía de que lo que definía la edad del hombre era su actitud de apertura y disponibilidad. No bien había empezado a arengar a la audiencia respecto al papel de la juventud en la sociedad, cuando caí en cuenta de las restricciones cronológicas que se habían establecido, y decidí acortar el discurso usando alguna frase de doble contenido destinada a motivar, a persuadir y a inspirar. Se me vino muy corto el tiempo!

Si cada presentación pudo tener una duración de diez minutos, imagino que tuve que esperar entre noventa minutos y dos horas, hasta que culminasen todas las intervenciones y el jurado calificador pudiese tomar su decisión inapelable. Fue así como, al final, siguiendo lo que intuí que se trataba del mismo orden que habían tenido las exposiciones, se mencionó mi nombre en primer lugar con la calificación que se me había otorgado. Habrían todavía de nombrar a otros dos o tres concursantes más para que cayera en la cuenta que, para mi sorpresa, había sido escogido como el inesperado ganador!

Cuando volví al aula, en medio de ese contradictorio sentimiento de realización e incredulidad, me senté en el pupitre tratando de calmar mi vanidad y de digerir mi insospechado triunfo. El profesor de Lógica, un hermano circunspecto y pugnaz, que quizás esperaba un distinto resultado, y que entonces no me tenía entre los destinatarios de su preferencia y afecto, hizo un comentario un tanto cicatero de mi participación; pero convalidó, a pesar de sus críticas, el resultado que había tenido el certamen. Concluyó su análisis observando alguna referencia que yo había hecho y comentó mi logro, como producido “a pesar de mi defecto natural de pronunciación”. Era evidente que se refería a mi inveterada dificultad para pronunciar las eses correctamente…

Ganar el modesto concurso no mejoró mi defectuosa dicción; pero, habría de ayudarme a que fortaleciera mi confianza; a descubrir el impacto que puede llegar a tener el mensaje que se entrega; y, sobre todo, me hizo apreciar la insospechada respuesta que puede crear en quien expone, el estimulante fervor y la entusiasta emoción con que puede reaccionar su audiencia. Quinto año se llevó el concurso esa mañana: fue en el día que advertí que algo entre la lengua y mi paladar hacía que las caprichosas eses no fueran fáciles de pronunciarse…!

Quito, 8 de Enero de 2011
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