03 enero 2011

España en el corazón

El norte representaba el futuro; quería decir novedad y progreso, era signo del bienestar. Desde que habíamos salido de la casa de la Caldas, sabíamos que el corto paso por El Dorado, había sido un refugio temporal, habíamos hecho un “tambo” de cortos dos años, para recuperar lo que sentíamos que por linaje nos correspondía. Ir a vivir en el norte, constituía un reencuentro con nuestras raíces. Significaba volver al contacto con lo que nos había sido esquivo. Quería decir reinserción, nuevas opciones; quería decir frescura y libertad. Muerta ya la abuela, habríamos de dejar El Dorado y nos habríamos de mudar a un barrio, en donde el nombre de sus calles decía reencuentro con una prosapia escondida en el pasado; en suma, ir a vivir en La Floresta nos devolvería unas relaciones que se habían perdido por letargia, falta de decisión familiar y pura conformidad.

Así, una mañana de Agosto, recogimos nuestros viejos y modestos enseres, los metimos en un camión de mudanzas y los trasladamos hacia una cómoda aunque inconspicua casa de la calle Lugo, en el corazón de ese barrio de clase media; a tiro de piedra del monumento a Artigas y del acogedor barrio de La Mariscal. Atrás quedaba el pasado con su infamia, atrás quedaban unos recuerdos que herían y amputaban; atrás quedaban unos recelos que se expresaban en una sensación extraña, aquella que suele tener la vergüenza cuando está exenta de culpabilidad. Nos parecía que dejábamos a nuestras espaldas la pobreza. El norte nos hablaba de nuevos amigos. Representaba la recuperación de algo perdido; implicaba romper unas cadenas con su ruido metálico y su lastre de complejos; significaba tomar unas líneas de buses que transportaban a un perdido abolengo. Ahora tomaríamos las rutas del Loma – Floresta y las del Colón – Camal.

Tratábase de un chalet remodelado, donde fuimos a vivir en el segundo piso; los dueños habían acondicionado la planta inferior, que era originalmente un sótano de cielo alto, para poderlo arrendar como un departamento completo. Los jardines habían sido reemplazados por una costra de concreto que facilitaba la limpieza del exterior. Aún quedaba en las esquinas el rezago y vestigio de algún descuidado rosal. Solo vi a sus dueños una sola vez; tenían un apellido francés y ascendencia provenzal. Habían dejado encargado el arriendo de su recluida residencia; y encargados también un par de furiosos mastines a los que ni para darlos de comer nos podíamos acercar. No eran unos perros normales; eran unas fieras feroces a las que nadie se podía aproximar. Un día se soltó uno de esos infernales animales y hubo que pedir socorro para que alguien lo controlara, le reenganchara su correa y lo pudiera encadenar. No sé cómo, bestias tan feroces, habían sido encargadas al cuidado de inquilinos extraños en esa casa a la que habíamos ido a habitar.

Como un aliciente adicional, allá fuimos a vivir también con el último de mis medio hermanos, y quizás el más cercano a nosotros, un joven de apariencia díscola e irreverente; pero, en la realidad, dócil, tierno y bien parecido: mi siempre recordado hermano Adrián. Trabajaba él entonces como inspector de Aviación Civil, tenía sus propios ingresos y se había comprometido a aportar con parte del canon establecido para el acordado arriendo. Por motivos relacionados con ajenos resentimientos, habíamos dejado de estar en contacto por unos pocos años. Tener de nuevo la libertad de compartir un hogar con el pródigo y alejado hermano, reforzaba la idea que habíamos querido de nuevo recuperar.

Si la memoria no me es esquiva, habían allí cuatro dormitorios. En el primero se acomodaban mi tía Anita y mi hermana; el segundo, ubicado hacia la izquierda y con vista a la calle, se les había asignado a las primas que venían de un pequeño pueblo de la costa, para estudiar en la capital. En la recámara contigua estaban ubicadas unas camas, cubiertas con fórmica, donde dormíamos con mi hermano Luis. Frente a esta habitación se ubicaban la sala y el comedor; y en el último aposento de la casa; en una cama matrimonial que daba testimonio, más de sus alardes que de sus conquistas, retozaba con sus sueños el apuesto Adrián.

Nombres de ciudades, comarcas y provincias españolas constituían la íntegra nomenclatura de esas todavía bien asfaltadas calles. Coruña, Toledo, Andalucía, Madrid, Vizcaya, eran, entre otros, los sonoros e insinuantes nombres de esas tranquilas y casi intransitadas vías donde más de una vez improvisamos un partido de futbol en plena calzada. Si bien sus moradores originales se habían mudado también a otros barrios ubicados más al norte; un ambiente recoleto y de tranquilidad, si no de exclusividad, se percibía todavía en ese barrio donde las aceras estaban guarnecidas de verde pasto; y donde una que otra arboleda sombreaba y daba un cierto carácter europeo a esas onduladas calles.

Había en casa un garaje cubierto, aunque creo que por entonces no habíamos adquirido todavía nuestro primer automóvil. Allí, sin embargo, los vecinos de la planta baja, iban reconstruyendo un viejo jeep al que parecían faltarle no solo las ruedas, sino todas las piezas de recambio. El propuesto móvil vejestorio no les pertenecía a ellos, sino a un amigo que, desde un buen día, hizo más continuas y frecuentes sus visitas; no tardamos en advertir que sus propósitos habían dejado de ser mecánicos o automovilísticos: ahora era una de nuestras primas en quien había apuntado sus meticulosos cuidados… Más tarde se habría de casar con ella; y, no sé que hizo con su pretexto y coartada, con su olvidado cacharro mecánico.

Tuvimos por esos auspiciosos años una nueva empleada en casa; venía del norte del país y había cursado varios años de colegio, no solo de escuela; no tenía lo que se convendría en llamar el talante típico de una empleada doméstica. Era una chica más bien tímida, aunque su apariencia no era discreta. Obedecía a uno de esos provincianos nombres que es frecuente escuchar en las humildes aldeas. Se llamaba Emérita o Emerita; tenía unos pechos generosos, un trasero y unas piernas dignas de maniquí de escaparate, y un rostro apolíneo que denunciaba descender de un adinerado y linajudo propietario de hacienda. Era una “chola buena moza”, como habría insinuado mi tía Julieta. Fue entonces cuando los amigos del barrio empezaron a visitarnos cada vez con más insistencia. No había sido en busca de encontrarse y compartir las tertulias con nosotros; ni siquiera por cortejar a nuestras estudiosas y abnegadas primas. Venían por quehaceres aún más domésticos: se habían dejado seducir por los peninsulares encantos de la sin par Emerita, la fámula atractiva de apariencia indiscreta!

Casablanca, 3 de Enero de 2011
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