15 enero 2011

El triunfo de la emoción

Hernán Rodríguez Castelo, distinguido amigo a quien no he visto ya por más de dos décadas, habría de comentar en su columna cultural del día siguiente: “el orador mas vivo de la reunión fue Alberto Vizcaíno de La Salle; su fogosidad y brío triunfaron”. Sí, esa fue mi humilde e inolvidable apoteosis; fue, el mío, el triunfo del fervor, de la emoción y de la elocuencia. Pero… no fui yo el ganador oficial de aquel concurso intercolegial de oratoria. Mereció esa distinción un joven con prematura catadura de devoto seminarista, que había tenido el mérito de enhebrar un enjundioso discurso filosófico y académico, destinado más bien a persuadir al jurado; aunque, carente de un mensaje que motivara e inspirara a la juventud estudiantil que se había reunido en el teatro Sucre aquella noche.

Habiendo ganado el concurso interno en el colegio, me dí a la extracurricular tarea de prepararme para el certamen intercolegial. Recogí unos pocos libros de cabecera, en los que había subrayado más notas de las que eran necesarias; y consulté varios textos y obras en la cercana biblioteca. Pronto habría de darme cuenta que, para el desarrollo de los temas que estaban anunciados, debía tener dos o tres ideas centrales; y un conjunto de frases o recursos destinados a captar la atención, que me permitirían, iniciar y concluir mi breve disertación con un juego de palabras que emocionasen a la audiencia. Nos habían asignado solo doce minutos para desarrollar los temas: tiempo muy corto para intentar una proclama! Solo doce breves minutos para arrebatar la emoción del público, mientras yo seguiría hilvanando mi ardorosa ponencia... Tiempo demasiado exiguo como para persuadir en favor de una revolución incruenta…

Un par de semanas antes del concurso me había enterado de los nombres de los demás participantes. Hice una breve indagación de quienes estarían interesados en hacer un pequeño grupo, con el fin de ayudarnos mutuamente a preparar los argumentos. Lástima que, los celos naturales que se presentan en estos casos, impidieron el logro que había perseguido con mi cándida propuesta. Es más, los candidatos que representaban a los colegios municipales fueron persuadidos de excusarse, por parte de sus propios maestros. Solo una chica mercedaria de tez trigueña y apostura esbelta tuvo la generosidad de aceptar la invitación que le hice para cruzar ideas y liar los bártulos de los diferentes temas.

Fui a su casa por repetidas ocasiones. Allí, sus padres nos proporcionaron una habitación vacía que se avecinaba a la azotea. Las paredes de aquel improvisado recinto fueron al principio nuestra única, aunque callada, audiencia. Pronto, la familia se fue interesando en nuestras vívidas alocuciones y enardecidas arengas. Puedo decir que sus miembros se fueron convirtiendo, poco a poco, en nuestros principales auspiciadores. Se interesaban en nuestros discursos y nos impulsaban con su aliento cada vez que estaban cerca.

Con el paso de los días, y a medida que se acercaba el concurso, las prácticas se fueron haciendo más frecuentes y más intensas. Yo dejaba el colegio y corría a mis ensayos, donde el continuo intercambio nos hizo llegar, en breve, a una muy cercana coincidencia. Un sustancioso “cafecito de la tarde”, precedía a nuestras “cicerónicas” tareas. Tal parece que, cual si yo hubiese sido un metódico pugilista en vísperas de una importante pelea, en esa generosa casa no se escatimaba con el sustento que se me había recetado y que me era necesario para enfrentar a los contrincantes que yo había puesto en espera. Si algo iba a extrañar, luego de la finalización del concurso, iban a ser esos opulentos refrigerios convertidos ya en auténticas meriendas!

Y, el día del esperado certamen llegó! Yo lucía un “revirado y alterado” traje azul marino, cuya modesta pero innegable elegancia, habría de servir de tarima y escabel para la confianza personal que demandaba esa suerte de oficio ocasional que me había conseguido: el de motivador de masas y hacedor de arengas! Una corbata angosta y encarnada completaba mi recién adquirida imagen de joven e improvisado profeta. Había dejado en casa mis apuntes, persuadido como estaba, que mis recursos de memoria se harían presentes en esa noche de leyenda. Las musas estaban ya presentes, yo podía sentirlas cerca... La sensación de su presencia se fue haciendo más fuerte a medida que se acortaba la espera…

Todos los participantes impresionaron con la profundidad de sus discursos; algunos tan monásticos que más bien parecían sermones o prédicas. Yo había resuelto no transitar por el sendero de la homilía. Al saltar al proscenio, miré hacia ambos lados del auditorio y con asombrosa calma dije con aplomo y perfecta dicción una de esas frases que, de antemano, había preparado. Algo se produjo en la sala que se oponía a una ovación o a un aplauso concluyente; se trataba de un portentoso silencio y una no dividida atención, como la que jamás había disfrutado antes en mi vida. Las frases fueron saliendo entonces por su cuenta; algo las impulsaba sin que yo pudiera controlar su tonalidad, ni su ritmo, ni su repentino advenimiento. Cada minuto el abarrotado teatro interrumpía mi acalorada exposición para brindarme el aplauso de su reconocimiento.

Ahí sentí esa extraña sensación que supongo que es lo que otros llaman por ahí “la gloria”. Esa impresión de ser invencible y de estar sobre la realidad, que puede dejarnos, a una vez, sin piso y sin aliento. Pronto me pareció que había levitado, que las palabras salían como obedeciendo a un capricho que me era ajeno. Así transcurrieron esos cortos diez minutos en que la gente, enardecida, me interrumpía con su estímulo frenético para que yo pudiera recobrar mi aliento. Había hablado de la revolución interior, de la urgencia de replantear el destino de la humanidad, de lo perentorio que era recuperar el tiempo…

Para terminar, usé una frase de un poeta alemán : “Porque, cuando no se vive como se piensa, se termina por pensar como se vive”. Mientras todos meditaban en la sentencia contenida en su significado, una ovación final fue la grata y dulce compañera que me escoltó de vuelta hacia mi asiento. No, no gané el concurso; pero nada borrará jamás de mi memoria el recuerdo de aquel mágico momento!

Anchorage, 15 de Enero de 2011
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