01 enero 2011

Del carril al marsupio

Mamá debe haber dejado suspensas sus tareas de costura esa tarde, para vestir uno de sus mejores trajes de calle y salir al centro para comprar mi primer carril escolar. Hay todavía por ahí una fotografía en blanco y negro que denuncia con certeza aquella salida con mis dos hermanos menores, para efectuar una adquisición que me debe de haber llenado de auspiciosa alegría y de infantil candor. Posamos los tres, junto a mi madre, probablemente para un fotógrafo de aquellos que se apostaban en la plaza de Santo Domingo para ofrecer un retrato improvisado. Hoy, ya medio siglo después, sorprende todavía la calidad de la impresión; cuesta reconocer que fue obra de un autor de condición itinerante.

A pesar de tratarse de una composición en blanco y negro, parece advertirse el colorido de los jerseys con que nos habían vestido aquella tarde. Mi hermano Luis Eduardo luce unos rizos ensortijados, que parecen subrayar el raro color de sus cabellos rubios y que me hacen recordar los recurrentes cuidados que mamá le asignaba para que a ese tierno rapaz, con cara de Niño Dios, regresaran a mirarle. Mi hermana Lolita, por su parte, muestra todavía unos rubicundos muslitos que habrían de caracterizarle todavía por unos pocos años más; viste un corto vestido blanco de organdí de seda, que parece un contrasentido con el probable frío de esa tarde de Octubre. En cuanto a mi atuendo, visto un pantalón largo en camino de convertirse en corto; solo unos botines de cordón logran esconder mis tobillos y disminuyen la impresión de aquella precaria imagen.

Intuyo que la transacción habría estado precedida de un minucioso proceso de exploración selectiva. Mamá era muy cuidadosa en cuanto a la imagen con la que quería presentarnos. Éramos sus hijos la razón no solo para sus satisfacciones; sino también un continuo acicate para sus demostraciones de autoestima cuando salíamos a la calle. Ella misma confeccionaba nuestras prendas, con la referencia de aquellos figurines que marcaban las variaciones de la moda; y, además, con probabilidad, usando los retazos sobrantes que le habrían quedado de las tareas de costura que le habían encargado, y en las que empeñaba sus habilidades.

Desde hace un par de décadas me refiero a ella con el nombre de mamá; pero no era esa la forma como sus hijos la llamábamos; siempre usábamos la abreviada forma común de llamar a las madres y nos referíamos a ella como “mami”. Aun dos de mis medio hermanos mayores, utilizaban idéntico apelativo, pues habían sido todavía muy tiernos cuando papá había enviudado por primera vez y, ya con cinco hijos, se había casado con mi madre. En nuestras conversaciones infantiles ellos se referían a esa madre que poco conocieron como mamá; y a quien en la realidad era solo su madrastra le llamaban más bien como mami.

De vuelta a la lejana compra de mi más antiguo morral estudiantil, recuerdo que aquellos bártulos eran de un cuero muy grueso; tan áspero y rústico que, debido a la contextura de su construcción tenían una apariencia más bien burda y rígida. Era su material similar al de las antiguas maletas de viaje, tenían correa para colgarlos al hombro; espacio para el membrete de identidad; y también seguro con clave y agarradera. Por la forma que tenían, intuyo que deben haber sido elaborados con suela. Unas impresiones en relieve y cenefas repujadas daban a su figura la disposición que los identificaba con los requerimientos escolares.

Ya al servicio de este humilde marqués (yo mismo), supongo que nadie hubiera adivinado su real y modesto contenido, destinado a incluir unos pocos lápices de carbón, un sacapuntas y un borrador; un par de libretas de uso diario, de papel periódico o de borrador; una regla; un cortaplumas; y un par de cuadernos de deberes: uno de líneas para escritura inglesa y otro para ser utilizado para las planas cotidianas, con trazos cuadriculados. Se trataba de libretines de pocas hojas. Más tarde, con la complejidad e importancia de las tareas de final de primaria, habrían de venir los cuadernos de uso múltiple, de cien hojas, que a su vez serían reemplazados por los versátiles cartapacios que vinieron a dar de baja a los cuadernos necesarios para cada una de las asignaturas individuales.

No fue hasta tercer grado de escuela que los canuteros de pluma vinieron a reemplazar por pocos años a los lápices de carbón y es cuando se dejó de utilizar las primeras libretas de borrador. Ahí hubo que incluir en el morral infantil varias tarjetas de papel secante, unas cuantas plumas de repuesto y, desde luego, unos pequeños frasquitos para transportar la tinta de escribir. Los más populares y de mejor calidad obedecían a la marca Pélikan; pero, por regla casi general, uno mismo tenía que preparar el oscuro líquido que se debía acarrear en los llamados tinteros. La compra de un pequeño sobrecito de “azul de metileno” o de “negro al agua” costaba, por esos olvidados años, tan solo cuatro reales.

Durante los cursos posteriores a los de mis primeros carriles de cuero, los muchachos se dieron por prescindir de ellos para acarrear los útiles escolares. Creo que del carril pasamos, a salto de garrocha, a la llamada carpeta; y me parece que se prescindió del todo del morral de espalda o mochila, que si bien se habría de popularizar para viajes y excursiones, no tuvo por mucho tiempo el uso que le dieron más tarde los extranjeros y los estudiantes universitarios. Si en mis años de escuela alguien hubiese llegado a clases equipado con una mochila dorsal, se hubiera tenido que enfrentar con la picardía y con la ingenua perversidad de sus compañeros de clase…

Fue años más tarde que tuve que volver a utilizar los carriles de cuero; pero esta vez bautizados ya con el sajón nombre de “pouch”. Y esto porque los pilotos estamos obligados a llevar una serie de implementos para ejercer la actividad. Este “marsupio” no es sino un maletín construido preferentemente con cuero, donde el aviador anda a cargar cartas aeronáuticas de navegación, manuales de vuelo, linternas, audífonos y otros aperos que le son necesarios para utilizar en su consultorio u oficina itinerante, y para ejercer su nómada deambular. Sería incompleta la figura del aviador sin esos bolsos de cuero que hoy, para disimular el esfuerzo requerido para su movilización, se los ha implementado de unas pequeñas ruedecillas que hacen más fácil y menos incómodo su cosmopolita y católico trajinar. Tengo la sospecha que actualmente, el mencionado “pouch”, no siempre contienen los elementos que intentaba su original finalidad...

No hay piloto que se precie, que no se vanaglorie de ser dueño y portador del versátil y aristocrático “pouch”. Claro que así como los niños inquieren a los aviadores si es que son policías, por virtud del uniforme militar que los identifica; también corren el riesgo de que, por la forma del comentado marsupio, les consulten en la calle si se han convertido en visitadores a médicos o en apurados vendedores de esos productos que requieren de demostración previa para asegurar su comercialización. La moda regresa y parece tener sus ciclos. He empezado a encontrar nuevamente pilotos que exhiben con no disimulado orgullo, idénticos carriles a los que un día empecé a desdeñar en los cándidos años de mi ya lejana escolaridad. El carril no ha cambiado, solo ha cambiado el marsupial…

Casablanca, 1 de Enero de 2011
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