26 enero 2011

Tristán de Isolda, cambio!

Tal parece que no se puede hacer ya nada en el mundo moderno, si habría que prescindir de las contraseñas o de las claves secretas; sobre todo en los campos en que ha ido arrollando esa avalancha impredecible, ese vendaval incontenible, que constituye la tecnología. Sin estos recursos de seguridad no habrían sido posibles los formidables progresos que han alcanzado actividades como las finanzas, la identificación personal y la cibernética. Los “passwords”, como se denomina en inglés a estos métodos de identidad y confirmación, han ido posibilitando un sinnúmero de transacciones que no requieren ya de nuestra presencia física, sino solo de una pantalla para poderlas efectuar con eficiencia.

La contraseña, o con más propiedad, “el santo y seña”, se habría empezado a utilizar como un recurso de identificación, en los cuarteles y en las diferentes actividades castrenses. Es probable que en tiempos de la edad media, cuando se empezaron a estructurar las organizaciones militares en Europa; los soldados, que no luchaban todavía por un sentido nacional, hayan mezclado su fervor marcial con los arraigados sentimientos religiosos que inspiraban esas campañas. Es importante recordar que las más antiguas operaciones logísticas de envergadura, emprendidas por un grupo armado en el medioevo, fueron las de esos ejércitos, organizados desde el papado, que fueron las cruzadas.

Se me ha sugerido que fue en los albores de la vida militar, tal como se la conoce ahora, que el método primario de identificación se conseguía con la mención del nombre de un santo cristiano, seguido de una palabra convenida de antemano, que completaba el trámite de identificación; esta última palabra era reconocida como la clave o “seña”, la misma que completaba el proceso de autenticación. El procedimiento nunca estaba completo, ni lograba su objetivo, si el interlocutor no respondía también con su propio “santo y seña”. Así, el sistema se convertía en una confirmación mutua del reconocimiento que se perseguía.

Fue en el día de “mi santo” que caí en cuenta del uso abusivo que la palabra “santo” tiene en nuestro lenguaje coloquial. Alguien hace lo que le da la regalada gana y entonces se dice que “se salió con su santo capricho”; si tuvo mala suerte, es entonces que “estuvo con el santo de espaldas”. Que si la espera fue prolongada, entonces “tuvo que esperar todo el santo día”; que si dejó caer algo importante, entonces fue “que dio con el santo en tierra”. Que si perjudicó a una persona para favorecer a otra, fue que “desnudó a un santo para vestir a otro”. Que no gozaba de la simpatía de alguien, era que “no había sido santo de su devoción”. Que la damita se iba a quedar sin la posibilidad de desposarse; pues, más elegante era emitir que se había “quedado para vestir santos”…

Quizás la más gráfica y expresiva de estas elocuciones sería la utilizada para comentar la apropiación indebida de recursos ajenos. El desaprensivo acto de tomar para propio beneficio un caudal que se está en la obligación de custodiar, sería mencionado con el sacrosanto cumplido de “haberse alzado con el santo y la limosna”. Dicho este, que resulta similar a un insidioso refrán que antes se usaba en forma corriente: “Sacristán que tiene vela y no tiene velería, de dónde peccata mea, si no de la sacristía!”.

Como queda indicado, hoy sería imposible participar en los trámites y trasiegos del mundo moderno sin el uso de estos métodos. Hasta hace solo una generación, las claves estaban circunscritas al uso de las cajas fuertes y de los mecanismos de seguridad. La sociedad civil tuvo, pues, que irse adaptando, con urgencia, al requisito de utilizar la contraseña. Hoy, las cosas se han complicado porque, además de números, se ha empezado a exigir la adición de letras; esto ha dado paso al advenimiento de las llamadas claves alfanuméricas. Todo se ha hecho más complejo aún, pues las instituciones no han acordado estandarizar un número específico de dígitos de confirmación. Esto exige que una misma persona se vea obligada a memorizar y a utilizar más de una sola contraseña!

He recordado sin proponérmelo, un episodio que siempre habrá de producirme una incontenible hilaridad cuando haga referencia al uso del santo y seña. Eran los días del último conflicto militar en la frontera; eran los años en que ciertas aeronaves fueron utilizadas para los previstos objetivos de seguridad nacional y cuando los aviadores civiles fuimos incorporados a la Reserva de la Fuerza Aérea. Fueron semanas de tensión; se vivieron situaciones difíciles; se improvisaron misiones que demandaron secretismo y enorme disciplina. Se nos encargó el realizar tareas de gran importancia logística y enorme repercusión estratégica. En muchas de ellas fue necesario emplear el subrepticio y tradicional recurso del “santo y seña”.

En esa oportunidad en particular, se designó a la tripulación a mi mando para una movilización especial y clandestina hacia el puerto de un país amigo, lugar en el cual debíamos abastecernos de un muy crítico e importante armamento. La contraseña que debía utilizarse se la había tomado de un mito céltico: la romántica historia de Tristán e Isolda. Y es que, así como el tema había inspirado a Richard Wagner para componer su más importante ópera, el título habría inspirado también a mis superiores de ocasión, para la creación de la contraseña que requería la nocturna y furtiva misión a que hago referencia. La base del país que nos serviría como huésped sería identificada con el nombre de Tristán; nuestro vuelo, mientras tanto, debía identificarse con el nombre de la cándida Isolda, para desorientar al “enemigo” de aquella no olvidada contienda…

Esa oscura noche se nos había asignado una altura de crucero inconveniente para las comunicaciones de radio que eran necesarias; es más, el cuadrante de aproximación del vuelo no era favorecido para el contacto radial debido a la orientación de las antenas. Por largos minutos fueron infructuosas las llamadas utilizando el método convenido de identificación… “Tristán de Isolda, cambio! Tristán de Isolda, Tristán de Isolda, cambio!”, repetía, una y otra vez, el ansioso e impaciente primer oficial. De pronto, quizás debido a la fuerza de la costumbre, sumado a la traición intempestiva que le produjo su subconsciente, el tripulante comunicó su real identidad sin caer en cuenta: “Tristán, Tristán, este es el Ecuatoriana 460, cambio!”… Al reparar en el grave error cometido, el oficial no atinó sino a una nueva llamada, que puso todavía en más peligro la consecución y éxito de la “ultra secreta” y misteriosa operación que se nos había encomendado: “XXX de Isolda, estamos ciento veinte millas al occidente de XXX, cambio!”…

Así fue como terminó la operación más reservada y encubierta que jamás se me haya encomendado en la vida! Nunca fue más triste la epopeya heroica del enamorado Tristán…! Parafraseando el título del cuento de García Márquez, bien podría repetir, la de “La increíble y triste historia de la cándida Isolda y de su protector desenmascarado”…

Anchorage, 24 de Enero de 2011
Share/Bookmark

No hay comentarios.:

Publicar un comentario