17 enero 2011

El precio de la fogosidad

Escribo este Lunes en el aniversario mismo del nacimiento de ese formidable activista que fuera Martin Luther King Jr., un soñador negro (afro-americano, como los llaman ahora) que tuvo no solo la visión y perseverancia para saber orientar las aspiraciones y conquistas de su raza; sino que siempre ha de ser recordado por los conciliatorios métodos que utilizó, para acelerar los cambios en los derechos civiles que su patria y, por extensión, el mundo necesitaban. Su mensaje es una proclama en defensa de la dignidad humana. Su enardecido e inolvidable discurso, en el que repite, como declamando un ardoroso poema, que “tiene un sueño” o una secreta ilusión, muy difícilmente podrá ya superarse. La suya fue la voz de los oprimidos y de los olvidados, pero ante todo, la voz de la esperanza. Su vida nos recordará que no podemos vivir separados, que tenemos que aprender a vivir en diversidad para poder enfrentar los retos del mañana!

Este es el tercer y último artículo (prometo, a base de juro por Dios!) que dedico a mis ya casi olvidadas veleidades oratorias. De aquel concurso intercolegial que ya he comentado, me ha de quedar siempre el indeleble recuerdo de lo que ya llamé mi “pequeña apoteosis”, esa suerte de trance místico en el que me sentí envuelto aquella noche. Pero, además, he de recordar siempre tres importantes cosas: primero, la simpatía y reconocimiento de los jóvenes ahí reunidos, que con su estímulo y felicitación me hicieron sentir como el no premiado ganador del certamen; segundo, el brillo indescriptible en los ojos, y la sonrisa orgullosa y callada, con que me abrazó mi padre; y, tercero, el comentario fugaz que habría de hacerme el mayor de mis hermanos: “Puchas, pero si has sido un demagogo!”. Así, alargando a la quiteña la primera de las letras o, de demagogo…

No hay nada como sentir la respuesta de la audiencia cuando se ha tenido la intención de persuadirla e inspirarla; es más, nada se compara con el gesto de secreto orgullo que nuestras acciones pueden provocar en nuestros propios padres; pero, asimismo, nada nos devuelve a la realidad como una crítica oportuna que nos hace reconsiderar el verdadero valor y naturaleza de nuestros humildes triunfos y conquistas terrenales. En esos momentos, ese tipo de comentarios son alimento fácil para la inadecuada reacción, y aun para el fraternal resentimiento; pero tienen el artilugio y la contradictoria virtud de hacernos comprender que no siempre podemos contentar a todos, porque ni ese es nuestro objetivo como hombres; ni podemos hacerlos felices a todos, porque, entre gustos y colores…

Y es que, terminado el rito de los infaltables besos (la mayoría de la audiencia era femenina) y de los estimulantes abrazos, me retiré con papá y mis hermanos ahí presentes a la casa de mi hermano Arturo, el mismo del comentario que ahora recuerdo. La formación suya ostenta una curiosa, pero enriquecedora, simbiosis: se educó en un liceo fiscal, pero realizó sus estudios de derecho con los jesuitas. La suya es una rara escuela donde se funden como en un crisol los metales del escepticismo y la metodología; de la rebelión más liberal y del concepto más ortodoxo que pudiera tener el derecho. Su comentario tuvo el ardid de hacerme meditar en mi incipiente estilo, y en mis propios y efusivos métodos; pero, ante todo, el mérito de hacerme caer en la reflexión del precio que puede tener un discurso bien intencionado, cuando nos dejamos atropellar por el sentimiento.

El diccionario define demagogia como la acción de ganarse el favor popular por medio de halagos o artificiosos reconocimientos. Es también, y por extensión, una corrupción o degeneración de la democracia. Por tanto, ser demagogo es el método (decir arte sería injusto e inadecuado: estaría mal dicho) para granjearse la voluntad y favor ajeno por medio de la adulación y la lisonja. Aplicando esta objetiva definición, me pregunto: fue el mío un discurso demagógico aquella noche? Mi respuesta es muy fácil y muy clara: no, no fue esa mi intención, ni traté en ningún momento de adular o de corromper a nadie. No fue ese mi intento!

Mi brío y mi tono de voz solo podían obedecer a una intención de convencer y persuadir; a mi interés por motivar a esa juventud que se había metido conmigo, cuya identidad con mi intervención parece que aún la siento todavía. La emoción que se experimenta en esos trances suele ser un camino de doble vía: el orador estimula con su arenga a la multitud; y, a la vez, él mismo se nutre de esa inexplicable e indescriptible electricidad que, en respuesta, le regala su entusiasmada audiencia. Eso es lo que sentía yo de niño, cuando más de una vez acudí a la plazoleta de La Alameda, a escuchar, junto al monumento a Simón Bolívar, a ese taumaturgo de la alocución que fuera Velasco Ibarra. El me ofreció, gratis y sin que él mismo lo supiera, mis primeras clases de oratoria y “dedología”…

Fue Velasco un demagogo? No quisiera pronunciarme al respecto. He leído sus obras completas; debo confesar que es difícil no reconocer, en su pensamiento, un profundo humanismo y una vigorosa filosofía. Es innegable que El Profeta tenía una cierta tendencia por adular a su “chusma” enardecida. A menudo, sus exposiciones se apoyaban en la ilusión y el resentimiento popular para sustentar sus recurrentes diatribas. Pero había en sus mensajes un sentido mesiánico que denunciaba el idealismo de su intención y esa rara motivación patriótica que, cual inquieta obsesión, parece que lo perseguía. Demagogo o no, supo interpretar el sentimiento de orfandad de la gente, su ilusión de prosperidad, sus humanas ansiedades, sus temores, su deseo de ser escuchada y, cómo no… de ser seducida!

Por eso es que esa noche descubrí que los discursos dichos con fogosidad corren el riesgo de ser interpretados como recursos destinados a engañar; de la misma manera que las exposiciones demasiado académicas, llevan la rémora de tener una exégesis o interpretación mística. Entonces: Cómo mismo hablar…? Me temo que la respuesta es un camino intermedio entre la persuasión y el sentimiento. Lo que cuenta es la intención, sobre todo si el propósito es no adular, ni engañar. Lamentablemente, la intención por si sola no basta. Bien dicen que el infierno y, por lo mismo, los caminos de la miseria están adoquinados con las piedras de la buena intención y de los bien intencionados ofrecimientos…

I have a dream...! Tengo una ilusión! Tengo un sueño!

Chicago, 17 de Enero de 2011
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