22 enero 2011

Entre nacos y niños fresas

Nunca me dieron una explicación satisfactoria de por qué escriben con equis, y no con jota, el nombre de su país, los amigos mejicanos. Conocí “México” muy tarde, solo para, muy tarde también, descubrir que este maravilloso país había sido muy diferente al devaluado y provinciano terruño que exhibían las cursis películas mejicanas. Hay que llegar a México para descubrir el carácter único de su gente, su cultura diferente: simbiosis formidable de recursos autóctonos y de coloniales ingredientes. Hay que compartir con la informalidad y la cotidiana alegría que exhibe México, para apreciar el valor artístico de sus hombres, la belleza de su arte y artesanía. Hay que disfrutar de su comida; hay que descifrar ese como lejano y extraño lenguaje reinventado que habla su pueblo…

Es curioso, cuando me desplazo por América, con frecuencia me preguntan si soy mejicano. Me hace gracia; pero, hay una poderosa explicación: los andinos hablamos un castellano sin la pronunciación fuerte que tienen, para algunas letras, los hispano hablantes de regiones, como el Caribe o la cuenca del río de la Plata. En el fondo también, y digámoslo sin complejos, mostramos una cierta reticencia a que se nos confunda con gente que no tiene gusto refinado… Esa es justamente la rémora y prejuicio que ha creado la opaca cinematografía azteca; la de crear la falsa y estereotipada idea que esa enorme nación “del sur de Norte América” es una tierra de gente tosca, burda y peregrina. En suma, usando sus propios términos, una tierra de “pinches” y de “nacos”.

Para apreciar como es debido lo que es México se requieren tres cosas: no haber visto jamás esas películas carentes de imaginación y repletas de cursilería; haber pisado su suelo; y, por sobre todo, haber tenido la suerte y el privilegio de haber tenido amigos que tengan la formidable condición de ser hijos de esa patria, que lleven en el alma y en el corazón ese poco frecuente orgullo, esa pasión fervorosa que los identifica como ciudadanos mejicanos. Para sentir lo que quiere decir la palabra patriotismo es indispensable haber estado presente en la celebración de “El Grito”; una ocasión para recordar a los padres de su patria. Oportunidad que el extranjero encuentra para redefinir lo que debe ser ese olvidado sentimiento!

Mientras tuve la fortuna de vivir en Singapur, tuve la permanente oportunidad de compartir, casi día a día, con un número importante de familias mejicanas. Así, tuve la satisfacción de hacer muchos amigos que, a pesar de que hablaban un español extraño, se fueron haciendo gente querida; amigos con los que llegamos al mutuo aprecio y a la intimidad. Y es que en México se usan muchas palabras tomadas del Náhuatl, pero, ante todo, se insiste en el uso de una infinidad de términos que tienen un raro significado. Ahí es cuando empieza el “desmadre”, no importa si uno la está pasando “padre”, o lo que es lo mismo, “de poca madre”!

Así me fui enterando que en México, como en todas partes, hay sentimientos de diferencia regional; así me enteré a quién se le llama jarocho; así supe de la competencia que se da entre chilangos y tapatíos. Y esto sucedió mientras “platicábamos” con los “chavos” junto a la “alberca”, mientras disfrutábamos de una “botana” y gozábamos de una “chela”. Es cuando se utilizan términos que uno conoce, pero que intuye que han de tener un significado diverso (a pincel, de pelos, crudo, fresa, corajudo, mamón) que uno se queda en ascuas y no le queda más recurso que interrumpir la conversación para descubrir los nuevos y ajenos significados. De otro modo, uno tiene que aceptar con confuso horror que en su cerebro se ha armado una verdadera e indescifrable “chingadera”!

En mis viajes por los Estados Unidos, encuentro una infinidad de oriundos mejicanos con los que es inevitable cruzar unas pocas frases y redescubrir esa suerte de jerga común que los identifica. Es el caso de los empleados de hotel, con quienes se va produciendo el inevitable intercambio para descubrir el significado de tantas y tantas palabras que contienen un sentido distinto. Así aprendo qué quieren decir términos como: chafa, malinche, padrotear, chones, empedarse, escuincle, chamaco, checar, chido, apapachar, gabacho, sangrón… Y así, desde aquí hasta el infinito!

Pero es con los extrañados amigos mejicanos que fui aprendiendo que, así como tienen un sentimiento acendrado de lo que es la patria, tienen también un alto sentido de lo que es ser buen “cuate”, de ser buen amigo. Esto, es lo que más ha calado en mi alma de la actitud del hombre mejicano: ese sentido elevado de la hospitalidad; esa actitud solidaria y de entrega que suele identificar a los buenos amigos. En ellos es admirable el sentido gregario y el espíritu de comunidad; esto denuncia que todos tienen una noble cuna; no importa si son “nacos” o “niños fresas”, mamones o tipos a todo dar, chilangos o tapatíos!

Así he ido aprendiendo un nuevo idioma, “el mejicano”; lengua en la que cometa se dice papalote, donde sorbete se dice popote, pavo es guajolote, buitre se dice zopilote; donde chapulín quiere decir grillo y al maíz se lo llama elote...

Y yo que creía que solo habíamos heredado palabras como aguacate, mariguana y chocolate…! No me ha quedado más recurso que aprender este curioso idioma vernáculo; solo así he podido evitar que mis nuevos cuates no vayan a creer que me estoy dando de noble o exclusivo. Solo así he conseguido que no me lancen un: “Ya, no manches güey, a poco que te crees un mero chingón!". Vaya cumplido...!

Chicago, 22 de Enero de 2011
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1 comentario:

  1. Querido Alberto, como siempre disfrutando aunque sea por un breve momento de sus escritos. Este en especial me ha hecho reír mucho. Le mando un abrazo enorme donde sea que este en este momento. Su casi sobrina,

    Vero.

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