18 enero 2011

Si me dejas ahora…

Vino a verme un par de semanas antes del accidente. No sé por qué se va la gente que quiero; y se va así, sin despedirse! Lo cierto es que, esa tarde quiso confiarme que le atormentaba una premonición rara; me dijo que no le dejaba dormir un resquemor incierto... Yo interpreté sus temores como derivados del sentimiento que sentía, porque no había cumplido con una pequeña cuenta que por esos días tenía conmigo. No solo que no quise dar a sus incomprensibles angustias la atención que él asignaba; sino que, para que recuperara su perdida paz interior, le insinué que bien podía olvidarse de aquel compromiso. Ahí me dijo que sabía que se iba a morir… Ese había sido su extraño presentimiento…!

Eran esos mis primeros años como comandante de aerolínea (tenía, a la sazón, treinta y dos años) y era también el primer año del breve período de reelección que entonces yo ejercía como titular de la Federación de Tripulantes Aéreos. Cumplía con estas últimas responsabilidades en un pequeño despacho ubicado en las oficinas que la Federación compartía con la Asociación de Tripulantes Aéreos.

El organismo que yo presidía aglutinaba, justamente, a dos asociaciones (AETA y ADACE), las mismas que se habían federado pocos años atrás. Nunca pude comprender cómo gente con una rescatable formación académica y profesional, con un apreciable nivel económico y social, y, ante todo, en posesión de la madurez requerida para superar discrepancias y desacuerdos, había tenido que optar por este recurso federativo, en lugar de escoger un solo nombre gremial, reformar unos estatutos ya existentes, acordar la elección de una nueva directiva, convenir en un protocolo de intención, e incorporar en ese nuevo colectivo institucional a todos los pilotos nacionales. Siempre creí que esa incapacidad solo podía reflejar lo que, en conjunto, representaba nuestra íntima realidad: la de una país escindido por culpa del absurdo regionalismo.

Adrián, a pesar de ser cinco años mayor, se había convertido poco tiempo atrás en piloto aviador, seducido y animado talvez por la actividad en la que me había visto involucrado; y que parecía generar tan satisfactorios réditos. Mientras él completaba sus horas en Miami, ya responsable de una corta familia, habíamos llegado a un fraternal acuerdo: yo acudiría a comer siempre en su apartamento y, a cambio, le cedería el exiguo valor de mis subsistencias de vuelo. Tiempo atrás, él había también participado en competencias automovilísticas; creíamos, por lo mismo, que estaba mejor preparado que yo para tareas que tengan que ver con la velocidad y el vértigo. Disfrutaba y soñaba con volar; pero solo el amor por su joven familia podía superar la mayor de sus pasiones: ayudar a solucionar los problemas de los demás; en suma: ser servicial y útil en cualquier momento!

Había que mandar el auto a la lavadora o a la inspección en el taller? Quizás, hacer un depósito bancario, o esperar en la fila del Seguro Social para cumplir con el trámite de un fastidioso crédito? Antes de pensar en los inconvenientes o incomodidades , ya estaba él para insinuarse a ayudar, para tomar la iniciativa que no necesitaba de solicitud, ni de insistente requerimiento. Ese era su signo particular y su secreta felicidad: asistir a los demás, sin esperar reconocimiento!

Quizás por eso mismo le habían designado como secretario de su asociación. Por eso mismo se había insinuado para viajar a Cuenca esa triste mañana para retirar unas escarapelas, con que la AETA iba a condecorar a los pilotos que se habían destacado por sus profesionales méritos. Ir a Cuenca, además, representaba para Adrián la rara oportunidad de encontrarse por pocas horas con sus otros medio hermanos, con los menores y más pequeños. Su ilusión era hacer algo más, con tal de asistir y de auxiliar. Ese era la naturaleza de su intención, esa era la fuente de satisfacción que le daba sustento: servir, ayudar, sentirse bueno!

Yo estaba en casa esa trágica mañana, apresurado por asistir a una reunión en la FEDTA, cuando alguien llamó por teléfono. Alicia me participó entonces de la angustia y preocupación de su esposa: el “loquito”, como con cariño sus amigos lo llamaban, había estado en el avión de TAME que se empezaba ya a considerar como accidentado, en los diferentes noticieros. Me vestí con prisa para dirigirme al aeropuerto. Los vuelos a Cuenca se habían suspendido, a pesar de que no era en la pista donde se había producido el siniestro. Los familiares y seres queridos no tuvimos acceso a ninguna información oficial, mientras las autoridades buscaban cómo rehuir sus responsabilidades; y se preocupaban por trasladar a un modesto hospital de provincia los mutilados y calcinados restos…

Solo pocos años atrás, mi hermano Adrián me había acompañado a Cuenca por un motivo similar: la búsqueda del avión de Saeta que había desaparecido. Allí se encontraba la mujer que tomó la posta de mi formación cuando murió mi madre; la tía que me entregó su amor maternal y la dulzura de su afecto… Ese fue otro viaje aéreo a Cuenca que también terminaría convertido en doloroso siniestro…

Mientras esperaba en el aeropuerto quiteño, una estación comercial de radio pasaba música popular en esos tristes y agónicos momentos. Tratábase de una canción que entonces estaba en boga, y que definía mis aturdidos sentimientos. “Si me dejas ahora, no seré capaz de sobrevivir…”, decía uno de sus expresivos y angustiados fragmentos… Fue en el día que se rompió en pedazos una ilusión; el día en que alguien se me fue sin haberse despedido; el día que alguien había decidido seguir el mandato de su corazón… Y, su mandato no era el de volar; era el de estar al servicio de los demás y de poner en ejercicio su buena voluntad, no importa cual fuera el acontecimiento!

Se fue sin despedirse, se fue por servicial… Quiso seguir la estrella que le llenaba de ilusión: la de ser obsequioso y solícito con los demás! Se fue dejándonos huérfanos, en su loco y perseverante intento…

Chicago, 18 de Enero de 2011
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