29 enero 2011

De máscaras y maquillajes

Hace ya veinticinco siglos los filósofos griegos se dieron a la trascendente tarea de desarrollar nuevos conceptos filosóficos y políticos; y de acuñar inéditos términos como “democracia” y "república”. Eran, sin duda, tiempos distintos y realidades diferentes; la misma palabra “pueblo” se refería entonces solo a un grupo restringido de individuos que gozaban de los derechos de ciudadanía; el concepto no cobijaba ni a las mujeres, ni a los no instruidos, ni tampoco a los esclavos. El aspecto medular del pensamiento griego se refería al poder sustentado en la opinión y decisión de la mayoría; se trataba de un rechazo al gobierno exclusivo de las élites (aristocracia) y al de los déspotas que perseguían el imperio de sus intransigencias, intolerancia y caprichos (tiranía).

La mala interpretación de estos conceptos; y por lo mismo, la confusión entre la fuente de la democracia y su funcionamiento, ha ido llevando a las sociedades a precipitarse hacia una lastimosa y nociva distorsión de lo que deben ser en esencia los elementos insustituibles de la convivencia política. Tal confusión parecería provenir de lo que se quiere entender por “gobierno de la mayoría”. Lo que realmente quisieron impulsar y promover los pensadores helénicos fue la incontrovertible idea de un gobierno que representase a la totalidad de los ciudadanos. Y es que, si el gobierno de la mayoría tiene excesos y no reconoce los derechos de las minorías; si éste, no aplica las normas y mecanismos de un estado de derecho; si no respeta las libertades de la minoría, entonces sucumbe la democracia y se convierte en otra tiranía, en otra abusiva forma de gobernar.

En mis años de colegio, un idealista educador cubano nos recordaba que, así como el exceso de libertad lleva al libertinaje; del mismo modo, el exceso de democracia solo puede llevarnos a la anarquía. Es difícil no caer en cuenta de lo paradojal de la proposición: si la democracia es un ideal positivo, cómo podría haber un exceso de tal concepto? Sería como hablar en un exceso de belleza o como juzgar que algo es poseedor de “demasiada” verdad… Pues sí, el no haber entendido con profundidad esta entelequia llamada democracia, ha llevado a una intolerable distorsión que ha hecho que ciertos individuos que gobiernan propicien más bien la arbitrariedad. El resultado es inevitable: con el exceso de democracia y el abuso de la mayoría, se emboza el monstruo del autoritarismo, que se esconde detrás de la máscara del sufragio y de la aparente legitimidad!

De esto nace la pregunta que se torna en inevitable: qué ha producido que el propio ciudadano se ponga la soga al cuello? Qué ha propiciado que se llegue a este pernicioso estado que ha corroído los cimientos mismos de la democracia liberal? En parte, la explicación tiene que ver con esa mezcla de hedonismo y nihilismo en que fueron cayendo las sociedades modernas. Pero, pueden por sí solas, la búsqueda del placer y la ausencia de valores, degenerar así la estructura política del estado? Es indudable que a estos factores se han sumado la impudicia de algunos dirigentes y, sobre todo, el Alzheimer político que ha aquejado a la misma sociedad. Por desgracia, hay que usar este término médico para referirse a esta patología. Porque la demencia se ha ido sumando al olvido de la gente; así es como la nación también ha sido lastimada por esta cruel enfermedad.

No de otra manera se puede comprender cómo en nuestros países, esos mismos aviesos individuos que estuvieron dispuestos un día a interrumpir los legítimos regímenes de derecho; los mismos individuos que lideraron asonadas destinadas a dar el traste con la institucionalidad, fueron no solo permitidos de participar en posteriores procesos electorales, sino que fueron premiados con el voto popular. Dónde quedó entonces la legitimidad? Dónde puede sustentarse la autoridad cívica y moral que quienes en un momento determinado han de buscar apoyarse en los mismos fundamentos que antes estuvieron dispuestos a depreciar? Esos personajes debieron, a su tiempo, ser condenados a la cárcel y al ostracismo; pero, terminaron apoltronados en el despacho de un palacio de gobierno, cuando su único destino debió haber sido el oscuro calabozo de un panóptico penal. No hay duda que están enfermos de muerte los sistemas institucionales; que están moribundos los sublimes valores en que debería estar cimentada la sociedad!

A qué atribuir estos inexplicables procesos? Es indudable que hay una sumatoria interminable de causas contradictorias e incomprensibles. Es preciso reparar en ellas para intentar un somero diagnóstico; aunque, cuando los valores han muerto, no es ya adecuado hablar de diagnósticos: es pertinente, más bien, hablar de proceder a su autopsia. Ese es el único recurso posible cuado hay que exhumar el podrido cadáver de los valores que supuestamente estaba exigida a tener una moderna sociedad. Aquí van unas pocas de esas causas:

Primero que todo, está el mesianismo o exceso de esperanza de un pueblo que parece estar persuadido que la situación en que vive puede arreglarse por arte de magia, con solo entregar su voto al irresponsable individuo que promete más. Hay ahí una incapacidad para comprender que solo saldremos de los cenagosos terrenos del subdesarrollo con esfuerzo, trabajo, ahorro y austeridad. Vender la idea (o ingenuamente creer en ella) de que solo es cuestión de intentar un candidato distinto, es no solo irresponsable, sino estúpido y demencial. Además, nuestra cultura política fortalece una permanente actitud de crítica, que deja siempre en manos de otros la solución de los problemas de la colectividad. No parece interesar el sugerir propuestas; y menos, mucho menos, hacer algo o contribuir con acciones positivas que aminoren la desigualdad social.

Podría decirse también que existe una falta importante de liderazgo y que no se ha producido una renovación de líderes en la política nacional. En este sentido, es penoso hacer un valoración necesaria: los mal llamados líderes no han hecho otra cosa que seducir con el veneno de sus complejos y resentimientos, con su afán de desunir y convulsionar con sus odios a la sociedad. El líder está llamado a inspirar y a motivar; pero tiene ante todo la irrenunciable obligación de orientar y encauzar las pasiones de ese mismo pueblo al que quiere redimir e impulsar.

Sin embargo, nada permite entender mejor nuestras falencias políticas como el necesario y perentorio reconocimiento de nuestra falta, como pueblo, de un primordial sentido de comunidad. No puede hablarse de bienestar y de progreso sin la premisa fundamental de las obligaciones compartidas y de la propiciación de compromisos. Solo esto hará factible el advenimiento de mejores días; y esto no es un idealismo: es una enorme e impostergable realidad. Lo contrario solo nos seguirá conduciendo al caos y a la anarquía, al despotismo y a la tiranía, a los trágicos resultados a que conducen los excesos de democracia y de libertad!

Anchoraje, 28 de Enero de 2011
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