03 marzo 2011

Coooooche a la vista!

Hoy mis nietos creerían que eso era una tostadora; y yo no tendría que hacer ningún esfuerzo para convencerlos que se trataba de una máquina para regresar en el tiempo. Pero, de solo recordar ese artilugio, tengo la inconfundible sensación que regreso atrás por cincuenta años; y así, claro, el radio portátil que tenía sobre el velador la abuela, se convierte sin esfuerzo en una caprichosa máquina de volver en el tiempo… Y ahí estaba, junto a sus aguas de “caballo chupa” y de pelo de choclo; junto a sus rosarios y devocionarios, a su “chauchera” milagrosa y a sus pastillitas de “Piridium”; y, claro, casi me olvidaba, junto a nuestra más fiel compañera de infancia: su catártica y abominable férula.

Era de ese velador convertido en azafate que nos sustraíamos su electrónico aparato de tarde en tarde; aprovechando que no se estaban transmitiendo las incidencias de las deliberaciones del Congreso; o, si era de mañana, si habían concluido los programas políticos radiales matutinos, especialmente uno que pasaba Radio Tarqui y que llevaba el sugestivo título de “Las andanzas del maestro Juanito”. Entonces nos adueñábamos del mágico aparato, para seguir las incidencias de algo que a nosotros, por una par de semanas, nos entretenía y fascinaba; y que tenía a todo el país pendiente con unos relatos que interrumpían los anuncios comerciales para de pronto pregonar un: “coooooche a la vista!!!”.

Fueron esas temerarias competencias, que las seguíamos con una emoción que lindaba con el fervor, las que propiciaron con sus imprevisibles ocurrencias una de las más recurrentes y entretenidas actividades que marcaron nuestra infancia: la mundialmente famosa carrera de bolas, que los hermanos Vizcaíno organizábamos en la azotea de la casa de la calle Caldas. La idea no había sido original; quizás nos habíamos inspirado en una entretención similar que alguna vez habíamos observado en la feria de la plaza de San Francisco, en tiempo de ruletas. Puede ser también que habíamos observado que a idéntica actividad se dedicaban unos jovenzuelos poco comunicativos, que eran unos circunspectos hermanos que habían venido a vivir como vecinos en la planta baja.

Era “la prestigiosa y apasionante carrera de bolas” una actividad que requería de minuciosos preparativos. Primero que todo, había que construir la pista de carreras propiamente dicha. Esta era una tarea en la que intervenían nuestra planificación, nuestra imaginación y, sobre todo, nuestras innatas habilidades para las tareas relativas a la ingeniería. Para ello había que “tomar prestados” los largueros de las camas y unas tablas que ahora han entrado en desuso, que eran las que soportaban los colchones, al colocarse en forma transversal apoyándolas en los largueros. Para el propósito, abundaban las camas en la casa: habían unas que solo eran utilizadas “en tiempo de monos” y que se las almacenaba en el oscuro y macabro desván que existía en el acceso a esa terraza; y si no, había simplemente que desbaratar, con disimulado sigilo, las mismas en las que nosotros dormíamos…

Las “vallas de protección” de la ruta eran obtenidas de las parvas de leña de cocinar que se apilaban en el patio trasero de la casa. Lo demás, o sea los soportes, andamios y otras “unidades de sustentación y apuntalamiento”, venían a proporcionarse con sillas, cajones, veladores, lámparas y una parafernalia de insospechados objetos servibles e inservibles que abundaban en esa casa. Es que, en nuestra casa, como sucede en casi todas las demás moradas, lo que más existía eran vejestorios: demasiado viejos como para tener un valor práctico; y demasiado nuevos como para ser echados en un reciclador, el que por entonces era todavía insospechado e inexistente.

Solo hacía falta adquirir “los autos de carrera”, quiero decir las bolas referidas. Para esto, solo hacía falta “echarse” una carrerita a las “cachinerías” de San Blas; ahí nos encontrábamos con una variedad que superaba nuestra expectativa, y sobre todo nuestro presupuesto. Por plata, sin embargo, no había que sufrir o preocuparse; no porque las famosas bolas tuvieran un precio asequible, sino que para esa onerosa inversión solo hacía falta un cuchillo bien filudo, el mismo que era utilizado con destreza para abrir, sin que nadie se diera cuenta, la base de la alcancía de madera de mi hermana Lolita. De ese diminuto banquito se obtenían los perentorios y ocasionales “prestamos quirografarios” que hicieron posible estos menesteres deportivos, además de otra suerte de antojos y golosinas…

Fue en las covachas de San Blas o en los “bazares” del mundialmente reputado Mercado Barato que fuimos a adquirir estas canicas de todos los colores y de todos los tamaños que pasaron a convertirse en raudos y vertiginosos participantes de nuestras inolvidables carreras. Habían las mamonas, las chinas, las floreadas e incluso una que otra “macateta”. Estaban excluidas las bolas de acero; y habríamos con el tiempo de descubrir que las más rápidas, no eran necesariamente las más esféricas. Así fuimos patrocinando su individual pertenencia. Pero ellas no eran conocidas por su color, su tamaño o su apariencia. Prueba de haber sido escogidas y de haber pasado “el chequeo de ANETA”, eran que debían tener un nombre que representara a la ilustre prosapia de corredores que eran famosos en aquellos tiempos y que se destacaban por su pericia, temeridad y experiencia.

Así fue como en la casa corrieron los Baldus, los Cucalón y los Dumani; un tal Joel Silva, los infaltables “incógnitos”, un peruano conocido como Federico “Pitty” Block, y el más corajudo y representativo de todos los dominadores del “deporte tuerca”: un inigualable y sin par piloto ambateño que obedecía al nombre de Luis “ el loco” Larrea. En un cuaderno de bitácora, impoluto y cuadriculado se iban registrando las hazañas de los “héroes”; pero éstos no eran de carne y hueso: eran redondos y de vidrio, se compraban en las tiendas vecinas del barrio; y, cuando no nos veían las que hubieran llegado a ser nuestras enamoradas, hasta en los infames y vergonzantes quioscos de las irreverentes traperas.

Chicago, 3 de Marzo de 2011
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