20 marzo 2011

Ya mataron a la perra…

Esa fría mañana de febrero unas enormes bolas de paja eran arrastradas por el viento, tropezaban contra las paredes del hangar y deambulaban entre los avioncitos estacionados. Nuevas ráfagas las ayudaban a redefinir su destino y luego de breves y torpes saltos imprecisos, cruzaban la pista de aterrizaje e iban a acumularse en forma momentánea en la alambrada que definía los linderos del aeropuerto municipal de Vero Beach. Ahí estaba yo, soportando con estoicismo el frío que produce el viento, más que el frío que hace sentir el mismo frío, cuando vinieron a decirme que regresara al terminal a atender una llamada de teléfono. Así fue que recibí esas instrucciones cortas pero perentorias: debía suspender o abreviar el curso de instrumentos de vuelo y regresar al Ecuador para continuar con mi entrenamiento como copiloto del Douglas DC-3. Habría renunciado en forma imprevista un copiloto y era urgente mi desplazamiento.
Llegué a Pastaza un Lunes de marzo de mil novecientos setenta; tenía tan solo dieciocho años. Llevaba conmigo una flamante maleta de bolsillos múltiples donde había acomodado suficiente ropa para ocho días, mi pesado libro de vuelo, un manual de Varig escrito en portugués y en el que al “Dakota” se lo llamaba como “C-47”, una pequeña grabadora con mis únicos cuatro casetes; y, ante todo y escondidos entre los inolvidables bolsillos de aquel improvisado bolso, un par de toneladas de incertidumbre aderezadas con un exceso de eso que llamamos "ilusión" los ingenuos…
Fue ahí que conocí a los “Galos” ese principio de semana. Eran ellos un par de pilotos experimentados que tenían a cargo y en forma exclusiva la operación de los dos únicos DC-3 con que contaba mi nueva compañía. No eran personajes antagónicos pero eran personalidades muy diferentes. El uno había estado acostumbrado a mandar en la difunta AREA, representaba a una elite profesional que venía de operar los Convair 990 y el Comet 4. Resultaba impensable procesar semejante salto inverso: del jet comercial más rápido del mundo, al humilde C-47: un bimotor de pistón y hélice que recordaba las hazañas de la segunda guerra y al que se lo identificaba por su diminuto patín de cola.
El “otro Galo” era un individuo menos serio, abierto a la chanza suspicaz y a la infidencia; tenía esos métodos y procedimientos ejecutados con disciplina que su generación profesional había dado en llamar “la escuela de AREA”. Era un piloto hábil y meticuloso, no perdonaba una cerveza y un juego de billa al caer la tarde; pero podía apreciarse que alguna experiencia anterior le había signado con un tipo de inseguridad que no podía esconder detrás de su catadura bromista y afable. Con ellos fui a volar en mi primer trabajo remunerado. Solo una semana después y sin necesidad de chequeo, como entonces era frecuente, recibía mi habilitación como flamante primer oficial de un Douglas DC-3, el inolvidable C-47.
Éramos entonces solo dos tripulaciones, solo dos parejas de aviadores en la selva que convivían de martes a sábado o de lunes a viernes. Era un arreglo cómodo y entretenido, interesante y conveniente. Juan Sommerfeld, el otro primer oficial, había hecho tándem con el más joven de los Galos; a mí me tocó volar el más estable de los enormes –así me parecían entonces- avioncitos, uno que obedecía al registro HC-ALK y que lo identificábamos como TAO cero-nueve. Ocioso resultaría explicar que pasé a ser el copiloto oficial de quien llegaría a ser así mi mentor y maestro, y pronto mi personaje inolvidable: Galo Arias Guerra. Galo fue realmente mi primer instructor a tiempo completo; era él la persona que, como profesional y como hombre, uno sentía el íntimo orgullo y la satisfacción de tratar de imitar, de empeñarse en emularle. Creo que fui el más postrero de su discípulos. De Galo recibí consejos e insinuaciones, observaciones y advertencias. Su celo trascendió al celo del instructor. A veces lo sentí como en la vida solo puede sentirse a un padre!
Eran tiempos en que los copilotos no topábamos la cabrilla. Casi estábamos solo dedicados a las comunicaciones (TAO Pastaza del TAO cero-nueve, cambio!). Eran muy esporádicas las oportunidades, dada la naturaleza delicada de la operación, que teníamos el “privilegio” de que se nos concediera un despegue o un aterrizaje. Las pistas eran cortas y de yerba. Las superficies no siempre estaban en buen estado y eran muy resbalosas. Entonces los aeropuertos eran conocidos como “campos de aviación”. Los aterrizajes debían siempre ser de precisión y el Douglas DC-3, por su condición de tener un patín de cola, era un avión noble y confiable, pero no permitía que uno pudiese descuidarse…
Ahí, en Pastaza, se dejaba la plataforma rumbo a la pista, luego de cruzar la carretera. Una corta calle de rodaje conducía a la cabecera “uno-dos” donde, luego de “probar magnetos”, se iniciaban nuestros “larguísimos” viajes sobre la selva amazónica (rara vez excedieron el tiempo de una hora). En ese entonces, los copilotos hacíamos el peso y balance y preparábamos el plan de vuelo; luego realizábamos el chequeo previo y confirmábamos, luego de subirnos al ala, que disponíamos de la cantidad requerida de combustible. Este era un rito que no podía suprimirse. Cuando alguna vez lo pasamos por alto, los comandantes paraban el avión en la cabecera de la pista y, sin apagar los motores, nos entregaban la vara de medición y nos “invitaban” a bajar del avión y subir al ala a completar la requerida comprobación. Quien alguna vez lo olvidó, terminaba despeinado… y ya nunca más habría de volver a olvidarse!
Fueron los tiempos en que fuimos aprendiendo con solo tratar de observar. Fue esa la escuela del ejemplo y la responsabilidad. Aprendiendo, aprendimos a enseñar, aprendimos a pasar a otros lo que quienes nos enseñaron lo habían aprendido con esfuerzo, cometiendo errores y poniendo en juego su seguridad. Hoy van quedando para enseñar los que aprendieron de nosotros... Imposible, ahora que el retiro se viene tan raudo y con tanta celeridad, no recordar el epígrafe de uno de los cuentos de Juan Rulfo, en “El llano en llamas”. Es el fragmento de la letra de un corrido popular: “ya mataron a la perra, pero quedan los perritos…”
Shanghai, 19 de marzo de 2011

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