02 marzo 2011

Lo prefiere revuelto o sacudido?

No voy a hablar de revueltas, ni de sacudidas; aunque, pensándolo bien, creo que más bien que sí. Y es que me había entrado la curiosidad de averiguar de qué se hace la ginebra, aquella bebida espirituosa incolora que los ingleses llaman “gin”; y que -ahora lo sé- se destila utilizando grano de trigo o centeno y añadiéndole el sabor de una fruta de color azul verdoso y parecida a la cereza que se llama enebro. Porque así es como debe traducirse “juniper”, que no quiere decir junípero, como yo en mi ingenuo candor me hubiera imaginado; y que claro, al abreviarse, da esa forma recortada: la de gin… Y entonces el gin da paso a uno de los tragos o cócteles más populares y con más personalidad que se han inventado por allí. Es que la ginebra, combinada con el vermouth dulce, da como resultado el Martini, que se convierte en seco cuando más se prescinde de este último ingrediente.

Hay entre los devotos de los bares una cierta controversia en cuanto a cómo es que debe prepararse el Martini. Quizás el método clásico no se había puesto a prueba hasta que las novelas de espionaje de Ian Fleming hicieron famoso a un personaje que al pedirlos solicitaba “batido, no revuelto” (“shaken, not stirred”). Habría sido otro escritor, recordado por sus viajes al sudeste de Asia, Somerset Maugham, el que había tratado de recuperar la costumbre clásica, exhortando a prepararlo “revuelto, no sacudido” (“stirred, not shaken”). Dicen los entendidos que ésta no solo es la manera tradicional, correcta y más adecuada; sino que de esta forma, el trago tiene menos presencia de agua y logra una mayor pureza. Por mi parte, encuentro muy poca diferencia entre uno y otro sistema; y no estoy seguro –a menos que lo vea preparar personalmente- si lo batieron cuando lo quería removido; o lo removieron cuando era batido que lo había solicitado…

Es que, con el tiempo me he ido haciendo menos “quisquilloso”, palabra que la devolvió a mi diccionario, el inefable Cuchi Yépez, quien no se cansaba de ponderar mis supuestas virtudes; pero tampoco dejaba de quejarse de mis supuestos remilgos con los asuntos relativos a mi trabajo... Era ahí cuando lo mencionaba: “es un buen “zafirito”, aunque… muy quisquilloso!”. Lo cierto es que, mas allá del uso de la anticuada palabrita (tan anticuada como “detalloso” o “anchetoso”, que casi significan lo mismo), he ido aprendiendo que un sabroso y bien preparado Martini puede hacerse de cualquiera de las dos formas; y aun agravándolo con el sacrilegio de dejar en la copa los cubitos de hielo. Esto puede sonar a pecaminoso, porque el requisito es que se lo sirva “straigth up”, o sea sin hielo; pero cuando estoy con ganas de un buen ginebra mezclado con un rocío de vermouth, puedo probarlo como quiera, con tal de que se respete la relación de cantidad de los ingredientes. Y entonces sí, que me digan no más quisquilloso!

Lo que si parece importante es la utilización de la copa adecuada para saborear el trago materia de este breve tratado. Pero no me va a quedar más recurso que insistir en que hay que prepararlo en copa triangular, aun a precio de que otra vez me tilden de lo mismo (rezagos de mi síndrome obsesivo compulsivo). Sería como jugar golf con zapatos de futbol, o como tratar de ponerse los calcetines, luego de haberse amarrado los zapatos; es decir, también se puede, pero ése no es el modo! Casi, casi, sería como hacer un Martini sin ginebra; porque, hay que recordarlo, hay quienes prefieren el Martini preparado con vodka. Esa pócima desnaturalizada que llaman con el híbrido nombre de vodka-Martini. Para mi gusto, el Martini debe estar hecho con ginebra. Y punto!

El gin tiene un sabor fuerte pero muy agradable, un sabor sugestivo no exento de opulencia y complejidad; su gran ventaja es que no requiere añejamiento. Quizás su popularidad sería más alta, como bebida blanca, si no fuera por la difusión del vodka desde el siglo pasado. Yo tomo gin desde que tuve mi primera y nunca bien planeada borrachera cuando recién tenía quince años. Resulta que había ido al cine Alhambra a ver una película de James Bond, el agente 007; no recuerdo si fue Dr. No o Goldfinger. Lo cierto es que no bien había salido del cine, todavía con las ínfulas y los rezagos de querer caminar y levantar la ceja izquierda como lo hacía Sean Connery, cuando entré en busca de un inocente refresco a un bar que había junto a la vidriería Anhalzer. Para mi sorpresa encontré allí a un ingeniero petrolero que había conocido pocas semanas atrás en Pastaza, que sentado solo y sin compañía, tomaba también solo una inolvidable botella de Tanqueray.

Del reconocimiento pasamos al primer ofrecimiento, del ofrecimiento a mis inciertas y no muy convencidas reticencias. De mi frágil convicción a mis cada vez menos firmes renuencias. Treinta minutos después, ya con dos tragos de ese elixir “puestos entre pera y bigote”, como decía un amigo, opté por regresar a casa a tratar de explicar la sonrisa de zoquete que había pasado a caracterizarme y a tratar de comentar la trama de la película; sin contar con que mi enredada lengua ya no quería pronunciar las palabras que mi cerebro le ordenaba. Era la noche víspera de Navidad y casi no pude asistir a la reunión familiar porque, de pronto, sentí por vez primera en mi vida, cómo puede una habitación girar con el ímpetu infernal y la velocidad que un carrusel de feria. Gin mezclado con gaseosa de limón, y adornado con jugosas guindas, era lo que me habían dado a tomar!

Pero, nunca me preguntaron si quería “shaken or stirred”; batido o removido. El revuelto resulté siendo yo mismo, que casi termino “sacudido” a punta de unos embriagadores correazos…

Chicago, 1 de Marzo de 2011
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