29 marzo 2011

Retratos, retretes y retretas

Sospecho que esa fue una de esas mentirillas inocuas que dejé notariadas en el confesionario de aquel Savonarola criollo que para mis compañeros de colegio fuera el padre Michelena. Si alguna vez he de tratar de poner rótulo a esos tragicómicos episodios, deformando un poco el título ya escogido por el poeta chileno Neftalí Reyes, habré de compendiarlos bajo el distintivo de “Confieso que he mentido, memorias”. Si de algo me arrepiento en la vida, es de esa serie de pecadillos contra el octavo mandamiento, aquel de los falsos testimonios. Mas, mientras el autor de los “Veinte poemas de amor y una canción desesperada” elaboraba sus escrituras utilizando tinta verde; yo, debido a los tardíos rubores que todavía me escuecen, tendría que emplear para las mías el color escarlata.

Y debo entrar en materia para consolidar el sacramental requerimiento. Ya están satisfechos los otros elementos: el examen de conciencia, el dolor de corazón, el propósito de la enmienda y aquello de haber cumplido con la penitencia impuesta por el confesor. En mi caso, la más desproporcionada y excesiva de las penitencias estará siempre otorgada por mis propios arrepentimientos. Asunto por el cual, y para mitigar para siempre el resuello en la nuca de mis demonios interiores, debo cumplir con la principal de las rituales exigencias, aquella que materializa el sacramento y garantiza la absolución: la confesión de boca.

Todo empezó un jueves por la noche que en casa interrumpieron mi lectura de los “Retratos de la historia”; en este caso, la versión infantil de la biografía del premier que precedió a De Gaulle en el gobierno de Francia, el mariscal Pétain. Entonces, con poco entusiasmo y a regañadientes, fui a entregar ese regalo de matrimonio en una casa del vecindario, sin reparar en que aquel fortuito acontecimiento marcaría mi vida con sus infames cuotas de perdición. Es que, no seguí esa noche las instrucciones recibidas en casa; al menos no al pie de la letra. Y cuando solo debía participar el saludo (manda a saludar y dice que le diga que...) y entregar aquel obsequio de boda; heme aquí que, contradiciendo expresas recomendaciones, fui y acepté la propina que para estos casos estaba reservada. Así sumé desobediencia a mi pecado de gula y escarnio a mi ambición!

Pero… qué hacer con el fabuloso tesoro de un sucre en esa hora crepuscular? A mi edad, y cuando recién frisaba la docena, era más un asunto de gula que de imaginación; además, la compra furtiva de una golosina en la pastelería de aquella esquina, garantizaba el destino incruento del cuerpo del delito: su rápida y definitiva desaparición. En esas estaba, y ese era el camino que yo ya tomaba, cuando al pasar frente a un improvisado galpón recién construido frente a la Escuela de Ingenieros, me sentí de pronto atraído por el ruido inconfundible que producen las bolas de marfil al chocar sobre la rectangular mesa de billar.

Con el paladar ya reclamando las delicias y confites de la pastelería, decidí quedarme “solo por un ratito” observando las incidencias y desenlace de las partidas del juego. Poco a poco me dejé fascinar por su cartesiana geometría. Ahí fue que cambié de pronto de iniciativa; y así es como gasté mi primer sucre en los encantos seductores de la billa, ligera hermana menor del aquel supuesto entretenimiento de gañanes y tahúres: el juego de billar. Así se esfumó el sucre de mi primera propina, uno con el que renuncié a la gula por el disfrute de los movimientos caprichosos que recorren las bolas antes de caer en las troneras. Pero… éste solo fue el primero de aquellos esfumados sucres. Porque, de esta forma habrían de desvanecerse otros muchos. Muchos más…!

Dos días después, llegaría la noche de boda de la vecina cuyo obsequio me habían enviado antes a entregar. Como sucede casi siempre en estas ocasionales oportunidades, fui designado un poco al apuro para recoger una estola de casa de mis tíos; prenda con la que otra de mis tías, esa noche de sábado, habría de completar su atuendo, digno de una fiesta nupcial. Haciendo acopio de mis insignificantes ahorros, junté de nuevo el importe de un nuevo sucre y me dirigí hacia el destino de mi encomienda, no sin antes visitar por “solo un ratito” el galpón, obedeciendo al llamado del billar. No tardaron en caer todas las quince bolas en las seis afrentosas troneras. Se había acabado el sucre; era hora ya de retirarse y correr a cumplir con la tarea familiar.

Al pasar por el baño, en el ánimo de evacuar el efecto de mis ansiedades, eh aquí que, medio oculto en la penumbra, voy y me encuentro con un estropeado billete de cinco sucres, que -fácil era adivinarlo- estaba escrito que debía ser destinado a mi obligado retorno “por solo un ratito más” a la verde fuente de mi obstinada perdición. Esta vez, los pecaminosos beneficios del envejecido billete tardaron una eternidad en agotarse; y para cuando corrí a cumplir con el encargo, la luna hace rato que se había ocultado y los sediciosos fantasmas del castigo estaban ya acechándome, agazapados en las luces mortecinas de su oscuro zaguán!

No pude justificar mi demora, ya convertida en ausencia. Inventé una increíble e inverosímil historia de vaqueros; culpé la tardanza a la distracción ocasionada por una retreta que “deleitaba con su música” en una plazoleta de la vecindad... Claro que, tan rápido como al día siguiente fue desenmascarada mi mentira. Desde entonces asocio el término retreta con mis reproches y arrepentimientos; y, sobre todo, con mis apuradas y clandestinas citas con el juego de billar…

Ámsterdam, 29 de marzo de 2011
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