04 marzo 2011

De apodos y remoquetes

Quién no tiene apodos! Es que ellos se refieren a nuestros defectos o físicas particularidades; y, claro, nadie tiene que ser perfecto! Porque, con las “fallas de fábrica” sucede igual que con los sueños nocturnos: que a veces creemos que no los hemos tenido; pero que, en estricto sentido, todos los tenemos! Quizás la única diferencia está dada en que los sueños a menudo los olvidamos, sin quererlo; en tanto que los defectos son algo que quisiéramos olvidar y no podemos… Pero, quién escapa de tener defectos? Inclusive, si esa condición de egregia perfección creemos que poseemos, no faltará el chusco que nos chantará el apodo de “Infalible” o el remoquete de “Perfecto”… Así que, si está convencido que no ha tenido la mala fortuna de merecer un “nombre intermedio”, quédese tranquilo; lo más seguro es que ya tiene uno, y solo sucede que no lo sabe. La verdad es que nadie prescinde de un apodo: todos los tenemos!

No sé si se ha fijado en los mimos de feria que deambulan por las calles; aquellos personajes cómicos que han desarrollado la formidable habilidad de identificar los defectos ajenos. Los he visto, y he disfrutado de ellos en las grandes ciudades, en donde logran mimetizarse con la gente, a la que imitan sin hacer esfuerzo. Cuando voy a Manhattan, encuentro que uno de los espectáculos que causa más hilaridad es, justamente, la posibilidad de sentarse en las escalinatas de la Biblioteca Pública de la Quinta Avenida, y apreciar cómo estos fascinantes imitadores se burlan del mundo, remedando el exacto caminado de unos cuantos ingenuos. Ellos captan la principal característica ajena con la fuerza amplificada de la caricatura. Tienen esa rara habilidad para, con un solo rasgo, poner de relieve lo que más nos caracteriza. Imitan nuestro tranco, cierto balanceo, la actitud corporal; convierten cualquier identidad particular en un risible defecto.

Al igual que aquellos mimos, hay en la vida esas habilidosas criaturas que tienen la prodigiosa facilidad para detectar nuestras carencias y defectos. Además, la Providencia les ha regalado una dosis generosa de picardía e ingenio, que resulta muy difícil escapar al escalpelo de sus improvisados escarnios. Les basta con vernos una sola vez para, con certero diagnóstico, entregarnos su apreciación de la limitación poco evidente que nos parecía que podíamos disimular. Entonces, sacan el agudo arco de su invectiva, y sin pensarlo dos veces, nos disparan las venenosas flechas de sus epítetos, para inyectarnos sus adjetivos certeros!

Hay apodos fugaces y transitorios; pero los hay estables y duraderos. Hay algunos que llegan a desplazar al mismo nombre. Muchas veces nos enteramos solo a fuerza de averiguarlo, cuál es el nombre real de algunas personas; a las que, es por su famoso remoquete que llamamos y conocemos. A veces los apodos se los obtiene por mérito o propio esfuerzo; pero, en ocasiones su otorgación parece obedecer a la traviesa disposición de un hereditario documento.

Fue en la escuela y en el colegio donde se fue acentuando esta irreverente costumbre de otorgar “nombres intermedios”. Ahí, como escarapela que adornaría nuestra particular heráldica, se nos imputaba el primer epíteto de identidad, que entonces lo acarreábamos –o que lo hemos seguido acarreando- por largo tiempo. Unos obtienen el de Loco, Tarzán o Cabezón; otros el de Tusa, Borracho o Calavera. Hay quienes terminan con el de Bizcocho, Blancanieves o Tres Patines. Yo mismo tuve algunos, pero he gozado de la magnanimidad de mis condiscípulos y de la misericordia de mis “enemigos políticos”. Muchos de ellos ya hasta he olvidado; lástima que lo que aquí cuenta no sea la memoria propia, sino la de sus autores, esos incansables e impertinentes compañeros…

Un día conversando en la playa, se ofreció hablar de ciertos colegas de trabajo con unos curiosos amigos. Como era lógico, nos referimos a ellos con el recurso de llamarlos por sus apodos, y no por el de sus nombres o apellidos. Al terminar la relación cuyas anécdotas referíamos, una dama participante en el sabroso coloquio, nos inquirió si habíamos trabajado en una empresa de aviación, como reclamaba nuestro oficio; o si, más bien, habíamos prestado servicios en un no publicitado zoológico o en un itinerante circo! Qué más podía haberse imaginado nuestra sorprendida contertulia, si los apodos mencionados fueron entre otros: Perro, Gato, Cuzo (gusano), Cuchi, Gavilán, Topo Gigio y Chancho con Chaleco… O, inclusive, otros aún más fulminantes y agudos, cáusticos y concluyentes, como: Garganta de Lata, Muelón, Pinocho, Curco, Trapo Sucio, Murmullos, Súper Mario, Hermano Lelo, Monje Loco, Narizón, Cabello de Ángel y hasta Pescado Muerto…

Fue en mi fugaz paso por el campamento de Texaco, en Lago Agrio, que pude advertir la cruel ansia de hilaridad a que puede llegar la sutileza ajena, con esto de los apodos. Algunos obedecían al de Vida Dura o Pié de Atleta; Care Crimen, Pelo Necio o Pata de Queso… Quizás el súmmum de la oportunidad se presentó en uno de los mundiales de futbol, cuando literalmente todos los nombres de los integrantes de la escuadra “azurra”, dieron pábulo a novedosos remoquetes para casi todos mis ocasionales compañeros de trabajo en Ecuatoriana: Tardelli, a quien se caracterizaba por su ritmo pausado; Cabrini, a quien no se distinguía por atemperar los exabruptos de su carácter; Altobelli, al altanero personaje que estaba persuadido del irrenunciable arrebato que producían su atractivos…

Y ahí, en medio de todo y de todos, yo mismo: eludiendo cual encastado torero las embestidas y cornadas de los chuscos implacables; a pesar de mis no pocas imperfecciones, y de mis nunca escasos defectos…

Anchorage, 4 de Marzo de 2011
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