30 marzo 2011

Entre gallos y medianoche…

Es mediodía, estamos en el almuerzo. Es una mesa pequeña y espartana. Esa mesa y unas pocas sillas constituyen todo lo que funge como comedor en ese corredor de la casa de la Delegación del Seguro Social. Hace frío afuera, es un típico frío día en el ventoso verano de Tulcán. Mis codos rozan con los de mis otros hermanos. Hacia mi izquierda, en la cabecera cercana a la puerta, está sentado papá. Le averiguo que qué quiere decir ser un delegado; empieza a explicarme que es como decir ser un gerente, pero circunscrito a una región o a una localidad. Me siento orgulloso de saber que papá es un gerente. Me siento contento de haber venido a pasar con él estas vacaciones en Tulcán.

No hay espacio en la mesa para servirse por propia cuenta. Eulalia, la mujer de mi padre, nos sirve una riquísima sopa de fideos. No entiendo porqué en Quito, en casa de la abuela, le he tomado repulsión y reticencia a estas sopas. Mientras pienso que debe ser por los perejiles y las cebollas, empiezo a juguetear con un frasco nuevo de Póstum que han colocado en el centro de la mesa, junto a la pimienta y a la sal. Lo desenrosco y descubro que una lámina circular de papel cubre la substancia debajo de la tapa. La lámina está adherida a la boca del frasco con pegamento. Decido ahorrar a otros la tarea. De pronto, el Póstum explota sobre los platos de la mesa y su contenido, una solución marrón y granulada, veo con horror como va cubriendo la sopa de papá, la de todos los demás!

Papá emite un sonoro y atronador ¡carajo! Nunca lo había visto tan enojado desde que fui muy niño. Es la primera vez que siento que me grita. Nunca lo había hecho. Me siento culpable, nervioso, enojado conmigo mismo y muy entristecido. Retiro mi silla turbado y me ausento del comedor; voy al jardín vecino donde hay un promontorio de yerba sin cortar, me siento en el pasto y, como el niño de once años que soy, me pongo desconsoladamente a llorar. Es tarde para el arrepentimiento, papá me había advertido que no jugase con el frasco, que terminara mi comida; y el bendito frasco de mierda, va y explota, y derrama todo su maldito contenido en la sopa de todos y en la de mi papá!

Pasan un par de horas y todavía sigo sentado en el jardín; no me ha pasado ni la pena, ni el resentimiento. Mi hermano Luis ha venido a ofrecerme su fraternal solidaridad. Veo que papá deja la oficina de la Delegación y viene a sentarse a mi lado. Está apenado de haberse puesto bravo. Ya no está enojado, me mira con ternura y yo solo atino a mirarlo de reojo. Frota entonces mi cabello contra mi cabeza. Siento bajo la autoridad de sus manos la ternura de su corazón. No se excusa ni intenta una disculpa, quiere estar seguro que volvemos a sentir que no se ha roto muestra comunicación. Me pregunta que qué queremos hacer, que si nos gustaría ir a ver las peleas de gallos, que él antes nos tenía proscritas. Hace un comentario casual de mi mamá. Siento que la piensa de rato en rato. Entonces regreso a mirarle y percibo que trata de sostener la solitaria lágrima que ha empezado a resbalar de sus ojos pardos. No lo puedo evitar: siento como que alguien hubiera destapado un nuevo frasco de Póstum, con traviesa ingenuidad…

Vamos con mi hermano a las peleas de gallos. Nunca antes hemos estado en una gallera. Hay junto a la congestionada arena un ambiente donde medran la pugna y el agravio, donde se sobreponen el rencor y los fermentados antagonismos; hay ahí una confusa y pertinaz algarabía. Las apuestas van en aumento, los gallos embisten con furia; hay un olor a alcohol y a sangre en el recinto circular. No podemos participar de las apuestas y no queremos tomar partido; estamos a favor de ambas aves en contienda, nos apena y sobrecoge ver como ellas intentan, por puro instinto, despedazarse usando sus afiladas espuelas. Los galleros curan a sus gallos durante los momentos de tregua y escupen licor en sus azoradas crestas. No hay lugar para las rendiciones. Uno tendrá que morir, otro será el que gane, el que tenga que triunfar…

Cuando volvemos a casa, papá nos está esperando; sugiere que vayamos a comer algo en la pastelería de la plaza central. Sentimos mutuamente la armonía del reencuentro, de los olvidados resentimientos. Está ahora de buen humor y pregunta si queremos ir al cine después de cenar. Vamos entonces a ver una película de combate; Anthony Perkins es su actor principal. En la trama, el protagonista recostado en su trinchera, piensa en sus hermanos y llora cada vez que tiene que disparar contra otro joven al que está obligado a matar… no me dejo ganar por el sueño, pero claudico ante la nostalgia. Cuando la película termina descubro que afuera hace mucho frío. Es un frío de páramo y es casi la medianoche en esa desolada y recoleta ciudad!

Cuando volvemos a casa, papá nos recomienda no hacer ruido. Visto en silencio mi pijama y voy al baño a cepillarme los dientes. Miro en el espejo y descubro a papá mirándome detrás del azogue. El Póstum es como el ají -me dice cariñoso- que cuando salta y te llega a los ojos, termina a veces por hacerte llorar…!

Hasta mañana Mariano, me dice. Yo le miro con orgullo de saber que es “algo así como un gerente”; entonces, me alegro de haber hecho explotar el endiablado frasco de Póstum; y le respondo con afecto “tamañana papá!"

Shanghai, 31 de marzo de 2011
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