17 marzo 2011

Entre la indulgencia y la solidaridad

Estoy con la gripe. Me ha dado la peste, como dirían los amigos colombianos. Me da la gripe una vez cada siete años, como obedeciendo a un factor cíclico, exacto como parecen venir los fenómenos naturales. Dicen que así pasa con los estragos que produce lo que en el Pacífico se ha dado por llamar como “El Niño” y aun lo que suele suceder con los terremotos, que parecerían obedecer a un caprichoso designio y nos caen de manera periódica con la fuerza dantesca y apocalíptica de sus inesperados males. Frente a esto, son insignificantes mis achaques.

Y es que hay vida en la tierra; pero hay también una actividad subyacente, casi escondida, que escapa a lo que se define como biología y que no cesa, y que de rato en rato nos amenaza y afecta, como una ominosa advertencia de que el planeta en que vivimos tiene también su vida propia, sus palpitaciones, espasmos, requiebros y retortijones. Así, suceden las tormentas; nos afectan los terremotos y las avalanchas; nos castigan las erupciones volcánicas y los inesperados incendios forestales. Pero nada se puede hacer: igual con la gripe, que con estos cataclismos naturales. En el primer caso, hay que esperar que concluya el infame proceso; en el segundo, tan solo confiar en que sus secuelas no dejen una estela mayor de dolor, devastación y sufrimiento. Y, sobre todo, la esperanza de que sus lastimosos efectos no se agraven con la presencia pertinaz de sus embates.

Mientras guardo cama, ansioso por que concluyan mis irrisorios e inocuos malestares, voy siguiendo la secuela de los males causados por el tsunami que ha venido otra vez a azotar al Japón la semana pasada. En una época que los avances de la tecnología y de la civilización parecerían apuntar a la prevención, si no a la eliminación, de la mayoría de los efectos de las llamadas desgracias naturales; eh aquí que, factores como la instalación de estaciones atómicas – impulsadas en muchos casos para ofrecer mayor comodidad y beneficios- parecen crear nuevos e impredecibles riesgos, debido a la mezcla no programada de incompatibles sustancias, que revueltas sin el debido proceso pueden llegar a producir efectos más catastróficos que las mencionadas desgracias naturales.

Pero la mayor ironía y el mayor contrasentido parecen darse en que estas tragedias se produzcan con tanta frecuencia en la tierra de un pueblo que, debido a su nivel de organización social, parecería estar mejor preparado para enfrentar el acoso y desolación que producen los terremotos y tsunamis. Pero, está alguien preparado para enfrentar lo que no es factible pronosticar? Aun en el caso de que una advertencia o notificación previa fueran posibles, sería imposible eludir los consecuentes maleficios, la destrucción, las ingentes pérdidas materiales.

Es Japón un país admirable. Hay en su rica historia, la huella de una civilización con un profundo sentido de organización comunitaria y de respeto a valores trascendentales que le convierten en una nación sorprendente y formidable. Su sentido de organización social y su espectacular desarrollo económico le han transformado en una de las más avanzadas naciones de la tierra. Concluidas las instancias de la última conflagración mundial –ya van para tres cuartos de siglo- su pueblo se dedicó a la esforzada y perseverante tarea de recuperarse.

Pero no solo fue convalecencia lo que este esfuerzo generó; su industria y desarrollo habrían de marcar una nueva forma de liderazgo en el mundo contemporáneo. Esto solo lo consigue el empeño por alcanzar la excelencia, por perfeccionar los procesos de elaboración y manufactura, por la obtención de un inmejorable producto final. La muestra podrían dar los logros relacionados con la industria automotriz o con la electrónica; pero basta acudir a un quiosco de limpieza de calzado para comprender porqué una civilización como la japonesa ha llegado a donde está. No hay tarea a realizarse, por domestica y humilde que fuera, donde el trabajo encargado no manifieste esta vocación y particularidad.

Dada su distancia con Occidente, solo advertimos de este pueblo una imagen embozada en la distorsión. Japón es algo más que geishas, shintoismo, sashimi y combates de sumo. Japón es algo más que unas reconocidas marcas que nos han venido proporcionando bienestar y comodidad. Porque el Japón es algo más que lo que el extranjero puede observar como testimonio de los logros obtenidos por su gente. Para poder apreciar los valores de este inigualable pueblo hay que caminar las calles transitadas de Osaka o de Tokio; o, simplemente, compartir y disfrutar con su gente la ceremoniosa y ancestral costumbre de ingerir pescado fresco y crudo en la forma de sushi, deleitarse con un frito tempura o un bien destilado licor de sake, tomado caliente o puesto preferentemente a enfriar…

A veces me pregunto si esto de eliminar la vida marina es realmente sustentable. Mas, detrás de este aparente derroche de indulgencia y hedonismo, hay toda una verdadera filosofía culinaria, una técnica especializada, un muy exigente control de calidad. Es sorprendente el bajo índice de afección cancerígena que se encuentra en Japón, como consecuencia de su dietética diversidad. En días pasados observaba un programa pesquero en que se comentaba del astronómico valor al que puede llegar el precio del atún de aleta azul, del que se supone que un ochenta por ciento es consumido en las islas del “Imperio donde nace el sol”.

Hoy el pueblo japonés vive unas horas dramáticas; está sumido entre el dolor y esa oscura sensación que produce el luto. A pesar de ello, se da tiempo para sus momentos de indulgencia, porque sabe del valor formidable de su excepcional sentido comunitario, de la fuerza maravillosa que suele tener la solidaridad.

Anchorage, 17 de Marzo de 2011
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