16 enero 2012

El flagelo del tiempo

Yo debo haber sido muy pequeño cuando me acerqué por primera vez a esa especie de balcón o mirador que servía de antesala al frontispicio del antiguo Hospital Militar. La sobriedad del edificio, sumada a la presencia del personal armado que resguardaba su acceso, debe haber creado en mí esa sensación de hallarme junto a un inmueble identificado con los recintos castrenses, y aun con las fortalezas guarnecidas, que nos resulta tan ajena a la impresión que tenemos de las casas de salud. Más tarde habría de ingresar en él por un motivo atroz, lamentable y fortuito; y habría de comprobar que su fachada exageraba el espacio que en la realidad existía en su interior.

El cuerpo central tenía la forma de una medialuna. De la estructura medular de su arco exterior, se desprendía hasta una docena de pabellones, en los que se daba alojamiento a los pacientes que allí habían sido admitidos. Eran secciones en las que predominaba el blanco de las paredes y el de la ropa de cama; monotonía pictórica que era interrumpida por el color metálico de los camastros y literas. En medio de esa intensa blancura, habría de apreciar con horror, las secuelas de la trágica desgracia de una agraciada chica de mi edad, quien había tropezado por accidente, mientras en una mano portaba una vela para alumbrar y en la otra un recipiente en el que transportaba un galón de gasolina…

No recuerdo su nombre, pero nuestras abuelas estaban emparentadas. Así pude entrar por primera vez en ese lugar en el que campeaba un raro silencio cual si se tratase de un convento. De rato en rato se escuchaban los gemidos de quienes estaban ahí para encontrar alivio a sus achaques y dolencias. Tuve que esperar en un corredor que servía de marco a dos patios interiores, donde destacaban unas lajas de piedra cuyas aristas irregulares reflejaban la intransigencia de la lluvia. Cuando al fin se nos dio anuencia para ingresar a visitar a la desgraciada, casi dejo caer los refrigerios que le habíamos traído para mitigar sus dolencias. Se hallaba la desventurada, postrada en su triste lecho exhibiendo sus ulceradas heridas y soportando sus fístulas sangrantes que deformaban su rostro en forma cruel y lastimera.

Más tarde habría de volver al viejo hospital por una serie de diversos motivos. Hoy el marcial edificio ya no funciona en ese lugar avecinado al popular barrio, asentado en las faldas de la montaña; más bien dicho, una parte importante de su antiguo cuerpo ahora ha dado lugar a una encomiable obra de recuperación y de remodelación en la que se ha empeñado el municipio capitalino, que ha logrado convertir este recinto en un muy bien presentado museo que hoy sirve como centro cultural y como referente de lo que se puede lograr con entusiasmo, buen gusto, y recuperando el valor arquitectónico de un bello y emblemático edificio.

Como siempre sucede, hay quienes reclaman que no debió transformarse ese local, antes destinado a casa de salud, en un centro cultural que sirviese de museo. Sin embargo, tal no sería un cuestionamiento coherente: hoy un hospital resulta algo más, mucho más, de lo que significa su estructura física. Debe tomarse en cuenta un criterio integral, pues debe dar cabida a amplios y generosos espacios -con un sentido adecuado de diseño-, los mismos que son requeridos por la modernidad, para albergar todos esos nuevos implementos y equipos que hoy resultan indispensables para que una casa de salud funcione con eficiencia. Hoy, no es difícil coincidir con el concepto de que aquellos bellos y antiguos establecimientos ya no logran satisfacer las nuevas realidades que han sido determinadas por el avance tecnológico y el crecimiento de las ciudades.

Quito, junio 15 de 2012
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