30 enero 2012

La vida es dura!

Parece ya no importar la hora a la que vaya a la cama; pues, con independencia de la hora a la que me acueste, termino despertándome luego de seis horas de sueño o a las seis de la mañana –lo que suceda primero-. Por ello, no me gusta ya ir muy temprano a acostarme, ni caer en la tentación de trasnochar: en el primer caso termino despertándome muy temprano; y en el segundo, resulto afectado por una muy fastidiosa privación de descanso apropiado. Tan frustrante es tal exigüidad que, aunque me distienda y me lo proponga, no consigo recuperar ese descanso reparador y elemental que siento que mi organismo me reclama.

Por esto que podría decirse que no ha dado frutos mi estrategia temporal de ir a la cama más temprano, en previsión de conseguir un despierte prematuro con el objeto de asistir a un torneo de golf, que ha organizado el club al que pertenezco. Aunque… bien pudiera insinuarse que a mi edad, habría vuelto a sucederme lo que ya nos pasaba en la escuela, cuando asistíamos a los paseos de curso que se organizaban en la clase; y cuando, en la preocupación de que no sonase la alarma que habíamos programado, terminábamos en precoz vigilia cuando todavía faltaban más de dos horas para la hora anticipada… Pero no, parece simplemente que he ido llegando a una edad cuando mi grado de adaptación a los ciclos de sueño ha ido cobrando una cierta rigidez en la duración que tiene su cronología.

Así que, heme allí: consultando en la oscuridad el lento transcurrir de las agujas que marcan el tiempo, hasta cuando, con el más ligero atisbo de luz natural, pueda ya utilizar los mejores recursos de mi capacidad de desplazamiento clandestino para, en ejercicio del más absoluto sigilo, introducirme en el cuarto de baño y abrir la ducha para enfrentarme, en el frío intenso de la madrugada, a un chorro de agua que parece obstinarse a regalarme la generosidad de una tolerable temperatura, hasta que finalmente puedo disfrutar de un regaderazo cuyo ruido no sea opacado por mis poco reprimidos gemidos de rechazo…

Cuando mis trasiegos de limpieza han concluido, recojo los necesarios bártulos de aseo y las prendas de recambio que más tarde me han de ser requeridas, acomodo estas provisiones en mi maletín deportivo y me dirijo al vehículo en el que he de emprender mi ya rutinario viaje hacia el campo deportivo. Es un periplo tranquilo y entretenido, aprovechando de la ausencia de tránsito y de la transitoria agilidad que tienen las vías a esa hora de la madrugada.

Al llegar al estacionamiento, entrego al asistente la talega con mi equipo. Acudo entonces al área de canceles donde visto la indumentaria y los accesorios que son necesarios. Me sirvo un breve y frugal refrigerio y acudo al campo de práctica para “golpear unas pocas bolas”, antes de iniciar el acostumbrado ritual de una nueva mañana de golf en las canchas. Satisfecha tal liturgia, me inscribo en la caseta de registro y me dirijo a iniciar ese “vía crucis de dieciocho estaciones” en que consiste este entretenimiento alucinador y esquivo. Nadie puede entender cómo alguien puede someterse a los rigores de un continuo deambular de alrededor de siete kilómetros, persiguiendo una pequeña pelotita a la que se ha de tratar de introducir en un hoyo diminuto, desdeñoso y arisco…

Pero… algo en el juego pone a prueba nuestra ecuanimidad y perseverancia. Tantas bolas que no se las vuelve a encontrar; que se desaparecen en el bosque; que se ocultan en el pasto o en los matorrales; o que con terquedad insisten en ceder al raro magnetismo que parece emanar del agua de los estanques… Luego habrá que enfrentarse a la dificultad de las trampas de arena y a la impredecible ondulación del afeitado relieve del césped de alineamiento final –lo que los golfistas llamamos “área de pateo”-. Al final vendrán las cuentas y el registro de los marcadores respectivos, el balance de las ocasionales apuestas, el baño refrescante y renovador, los comentarios del desempeño del grupo y la reiterada renovación de propósitos para corregir las imperfecciones descubiertas...

Hoy, mientras conducía el auto de regreso, he pensado en un extravagante personaje que conocí alguna vez en mis tiempos de oriente. El pobre individuo se quejaba como un Jeremías de los rigores de la vida y comunicaba su continuo lamento de los infortunios y vicisitudes que tiene la existencia. Pronto adquirió el remoquete de “vida dura” y así es como pasaron a identificarle sus conocidos en aquel campamento petrolero que había junto a lo que se llamó Lago Agrio.

A veces les comento de los desconsuelos y desengaños que produce la práctica del golf; por ello cuando me refiero a esa forma de entretención, no lo hago con el afán de hacer una apología del ocio o de un pasatiempo que sugiere elitismo o afluencia; lo hago para destacar la enorme perseverancia que se requiere para progresar en las técnicas y estrategias de este deporte que ofrece satisfacciones tan desdeñosas y esporádicas. Hoy, mientras estuve en el área de canceles se me acercó un colega y al comentarme que me había visto practicando con frecuencia durante los últimos días, en forma casi maliciosa me insinuó: qué vida tan dura, verdad? Sí -atiné a responderle-, es una condición angustiosa y desesperada, una realidad atroz e insostenible: una horrible situación… Sí, la vida es dura!

Quito, enero 28 de 2012
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