21 enero 2012

Pecado de omisión

Eran mis tiempos de joven comandante de la desaparecida Ecuatoriana de Aviación; entonces mis colegas de las distintas asociaciones me habían otorgado el generoso mandato de representarlos a nivel nacional. Existía por esos días un tema candente que generaba discusiones y controversias: la aplicación del Código del Trabajo en las relaciones laborales de la empresa en la que muchos de nosotros prestábamos nuestros servicios profesionales. La situación contravenía la clara disposición de la Constitución vigente, porque estando la empresa estatal adscrita a la Fuerza Aérea, se había establecido que la norma a aplicarse debía ser un “reglamento de régimen de empleados civiles de las Fuerzas Armadas”.

El debate debe haber, en su momento, crispado los ánimos; debe haber puesto a prueba nuestro sentido de coherencia, nuestro concepto de lealtad institucional, nuestra perseverancia en las instancias jurídicas y sobre todo el convencimiento de que cuando se ven con claridad las evidentes razones y los escondidos pretextos, es más fácil conservar la armonía y resolver las discrepancias. Por ello, más tarde, los organismos encargados de resolver el desacuerdo, e incluso los protagonistas del ocasional conflicto, habrían de coincidir en que, no siendo el objetivo primario de la empresa de bandera la seguridad del estado, sino más bien la transportación pública, era pertinente aplicar la reclamada ley laboral.

Esa aplicación de un instrumento jurídico inadecuado, era rezago de unas normas de reordenamiento del estado que se habían implementado en un gobierno de facto que había existido años atrás en la república. Sí, porque aunque casi no lo recordemos, fue frecuente en el pasado que existieran esas iniciativas que se dieron en llamar con el eufemismo de “manu militari”. Porque, hubo tiempos en que los militares tomaron de improviso el control del estado, sea con el argumento de preservar la institucionalidad del país o con el de resolver los conflictos que se presentaron entre los poderes del estado.

Mas, a esa filosofía institucional que reclamaba la participación castrense en el desarrollo de la sociedad, habría de suceder otra que, consciente de la necesidad del fortalecer a esas mismas instituciones para poder enfrentar sus tareas específicas, propiciaría el compromiso y la obligatoriedad de que ellas no fueran “deliberantes”. Ahora bien, si por otra parte las fuerzas armadas representan la garantía y el respaldo de la institucionalidad democrática, ¿cómo era posible que subsistiese tal garantía, si ellas no estaban en capacidad de ofrecer su consejo y aun su voz orientadora, si ya no estaban en condición de hacer advertencias y de invitarnos a reflexionar? ¿Cómo cumplirían su deber si permanecerían calladas?

En los días precedentes a este comentario, hemos sido testigos de una serie orquestada de ciertos muñequeos subrepticios, destinados a soslayar claras disposiciones constitucionales. Se ha determinado, para muestra de ejemplo, que los ciudadanos nos podamos tener acceso a información relativa a los nuevos candidatos, con el pretexto de que esto pondría a los medios en una posición parcializada; se han hecho reformas a destiempo, contraviniendo disposiciones constitucionales; se ha eliminado la obligatoriedad de renuncia de los servidores públicos a efecto de que pudiesen participar en nuevas elecciones. Si todo esto demuestra argucia y arbitrariedad, si todo esto debilita la democracia y el estado de derecho, si claramente se ha conculcado el derecho a informarse y a informar, entonces la pregunta de cajón viene por sí sola: Ante todo esto, ¿qué es lo que dicen las fuerzas armadas? ¿Por qué no han hecho sus acostumbrados “llamados” o “invitaciones a la reflexión”? ¿Por qué es que se encuentran tan calladas?

En mis tiempos de colegio y de Palestra, se puso de moda el hablar de un pecado que no constaba en el listado de los inventariados en los diez mandamientos. Se lo había dado por llamar “pecado de omisión”; consistía en el pecado de incuria o negligencia, cuando dejábamos de decir o hacer las cosas; cuando, callando o inactuando, pasábamos a ser parte del problema y no parte de su solución. Más allá de nuestras convicciones religiosas, estoy persuadido de que hay horas en la vida de los pueblos, horas críticas, en que los hombres y las instituciones están llamados a impulsarnos hacia la cordura; a exhortar a la decencia y la reflexión!

Quito, enero 20 de 2012
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