17 junio 2012

La cantimplora extraviada *

Esa es la inquieta travesura que tienen los guarismos. Ese misma año en que yo había nacido y ya me estaban bautizando, él -mi orgulloso padrino- era ya un joven abogado que frisaba los treinta años. Cuando yo llegué a esa edad, el ya era un reconocido catedrático que cautivaba con sus clases de derecho a los jóvenes universitarios; Jorge tenía entonces sesenta años. Y hoy, cuando me respalda la supuesta madurez que otorga esa misma edad, Jorge es ya un hombre tranquilo, que mira la vida desde el atalaya del recuerdo y vive su nonagésimo aniversario.

Este día, cuando es justo rendir homenaje a sus años, sus hijos me han pedido que escribiese unas pocas letras. Lo hago con el afecto del sobrino y, sobre todo, por esa obligación filial que nace de la gratitud de ser su ahijado. Muchas veces se habla de la responsabilidad que asumen los padrinos, pero pocas veces se menciona la retribución y gratitud que les deben quienes están llamados a complementar el afecto y la preocupación que los hijos deben a sus padres.

Jorge Troya ha sido un esposo y un padre ejemplar. Sus obras y realizaciones, por sí mismas, ya constituyen un hermoso testimonio que respalda al mejor de los homenajes. Me corresponde, como ahijado y como sobrino, destacar la impronta que él, como hombre íntegro y de bien, dejó en nuestra familia como tío y como cuñado. Creo que como hermano político, Jorge vino a inscribirse en la tradición de mi familia materna, aportando a los valores de rectitud, honradez y dignidad. Como tío, habría de convertirse en apoyo espiritual y en referente, en sabio consejero y en maestro, dispuesto a entregarnos con su ejemplo, las asignaturas morales que iluminaron y estimularon nuestra infancia y posterior juventud.

Existe un episodio en mi vida de sobrino que se convirtió en emblemático. Creo que, por sí mismo constituye una suerte de paradigma. El había organizado para sus sobrinos una entusiasta excursión a Cruz Loma, en las laderas del Pichincha. El día anterior nos habíamos reunido en su casa, donde había de proveernos de ciertos implementos: unos mitones, unos calcetines gruesos; y, desde luego… una cantimplora para cuidar nuestros refrigerios y, quizás, una pequeña mochila!

Al día siguiente y mientras cumplíamos con la primera tregua de nuestro esforzado e infantil ascenso, habíamos parado en el salto de agua de la Chorrera; y, allí sentados, en la ribera del riachuelo, nos dispusimos a consumir nuestros frugales refrigerios. Una vez reiniciada la marcha y cuando más tarde nos aprestábamos a tomar un nuevo y renovador descanso en la azarosa ascensión, yo habría de descubrir para mi propio horror, y para la reprensión y reproche de mis propios primos, que había dejado atrás uno de mis más indispensables y preciados elementos. Había olvidado la cantimplora, allá abajo, en la Chorrera!

Desde entonces, esa cantimplora pasaría a convertirse en un símbolo de lo que habría de representar, para nosotros, Jorge como tío. No por aquel olvido culpable, sino por lo que la humilde cantimplora habría de significar por su contenido… Claro que habrían de perdurar las bromas y sonrisas de mis primos; pero el contenido de aquella inolvidable cantimplora habría de convertirse, así y en el futuro, en un símbolo de alimento espiritual, en permanente refrigerio, en refresco vivificador y en tónico estimulante. Eso fue justamente lo que Jorge pasó a representar para nosotros en nuestra vida, con su orientación y su inspiración, con el ejemplo de su vida, con su bonhomía y con su callada honestidad.

Por eso hoy, casi cincuenta años después, quiero destacar el homenaje reverente que le debemos sus sobrinos; y decirle que aquella traviesa cantimplora nunca estuvo extraviada ni perdida; y que aquel servicial recipiente, y sobre todo la rica herencia de su invalorable contenido, la hemos sabido conservar siempre en lo más íntimo de nuestro agradecido corazón.

Al desearle a Jorge un feliz día en su onomástico, yo quisiera “cumplir con la devolución de la cantimplora extraviada”, no para tratar de saldar rezagadas sonrisas; sino sobre todo para augurarle unos auspiciosos nuevos años, en los que se sienta rodeado de agradecido afecto, buena compañía y mejor salud!

* Palabras en el nonagésimo cumpleaños de Jorge Troya Mariño

Quito, 16 de junio de 2012
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