10 junio 2012

La carambola indescifrable

Hay circunstancias en la vida que suceden como una carambola inevitable; las bolas chocan en la encrucijada, se dirigen hacia las opuestas bandas del destino, rozan el verde paño de la casualidad y luego vuelven a juntarse cuando hubiera parecido que su confluencia ya no era probable. Hay, sin embargo, algo, desde el inicio mismo de su travieso deambular, que advierte y denuncia el destino último de su obcecada trayectoria. Hay algo de irrevocable en ese caprichoso circular.

Parecería que el itinerario de las bolas de la fortuna obedecería a un trazo lógico y cartesiano. Las proyecciones de sus designios parecerían estar sujetas a ese comportamiento axiomático que solo puede tener el teorema de Euclides. Solo hace falta que ayudemos al impredecible desenlace con el apoyo que le otorga nuestro imprevisto impulso o con el ritmo insospechado que adquiere el empuje de nuestra intención. Así es como suceden los hechos que nos definen; así nos ocurren los acontecimientos, como si estuvieran impulsados por fuerzas invisibles, en las que parecería existir una predeterminada intención…

Y ha sido de esa misma manera, que he vuelto nuevamente a jugar billar. Me ha sucedido cuatro años después. Un amigo que obedece al mismo nombre de aquel otro, con quien había jugado la última vez, me había convocado para disputar una partida en un reservado club de la ciudad. Allí, cual si se tratase de otra casual carambola, he encontrado a viejos amigos al azar; porque ese parecería ser el raro signo que define la difusa y umbrosa sombra que tiene la casualidad.

Porque fue también por un insospechado albur de mi lejana infancia, que un cierto sábado tarde me acerqué por primera vez a una concurrida mesa de billar. Me habían dado permiso para “ir a jugar a la pelota” en los patios del colegio, cuando en forma fortuita y accidental habría de descubrir que en los salones del internado existía una pequeña mesa de billar. Desde entonces me hice asiduo visitante de aquel secreto escondrijo de la vecindad. Cierto que había en la práctica del juego de salón algo que no nos era permitido; pero no fue difícil que me dejara seducir por aquel desempeño lúdico y por la geometría sorprendente con que las bolas se desplazaban sobre la franela de aquel tablero escolar.

Años después, también por carambola, porque en todo interviene el azar, habría de jugar una premonitoria partida en el boulevard Haussmann -que los franceses prefieren pronunciar “Osman”- a un par de manzanas del Arco del Triunfo y a solo media cuadra de la rue du Faubourg Saint-Honoré; allí, en un espacioso y bien iluminado salón de un segundo piso, habríamos de compartir una ardorosa partida con quien años más tarde habría de tomar una indescifrable decisión existencial. Nunca imaginé que en las cuentas de sus inciertos abalorios, el habría de registrar una jugada improbable y desesperada; y que los dinámicos elementos de su lúdica ecuación, habrían de desbordar con estrépito el tranquilo y ordenado margen del comportamiento social…

Cómo hubiera anticipado que aquel salto brutal e impredecible, habría de convertir en añicos el marfil de redonda consistencia de su existencia personal! Sí… Qué cruel suele ser la carambola de quien así escoge su propia fatalidad!

Quito, 9 de junio de 2012
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