13 junio 2012

La historia en blanco y negro

Es bien sabido que la historia la escriben los triunfadores. Dicho de otra manera, resulta inevitable que quienes la escriben no reflejen en sus narrativas, su propia formación, sus convencimientos y sus preferencias; es por ello que a menudo los historiadores permiten que sus relatos se vean influenciados por sus prejuicios, sus enconos y sus tendencias. Así, la historia pierde muchas veces su objetividad y pasa a convertirse, no ya en el relato de lo auténtico -de lo que realmente sucedió-, sino en una espuria distorsión de los hechos, animada por pareceres sesgados, carentes de imparcialidad y adornados por las propias preferencias.

Este debería ser un reconocimiento imprescindible cuando se trata de analizar en forma retrospectiva el pasado de nuestra patria. Quienes, sin ningún mérito ni culpa, pudimos o no acceder a una formación académica caracterizada por la impronta de la educación religiosa, estuvimos sujetos también a esta ineludible influencia: la de aquella óptica que contagiaba no solo a la enseñanza impartida, sino también a toda forma de manifestación social.

Si la historia que se nos enseñaba, por ejemplo, era la que había sido escrita con la interpretación de González Suárez, se defendía a ultranza a García Moreno o se atacaba sin piedad a los planteamientos liberales y anticlericales de Eloy Alfaro, llamado el “General de las Derrotas” y mejor conocido como el “Viejo Luchador”. Es por ello muy probable que la historia que aprendimos, y las posturas que nos persuadieron, no pudo sino estar matizada por esta visión parcial que vio la verdadera relación de los hechos como circunstancias excluyentes y antagónicas, como si en la gama de colores solo pudiesen estar presentes el blanco y el negro. Desconociendo, en ambos casos, méritos y deméritos; cayendo en el agravante, además, de que estas interpretaciones antojadizas y opuestas, nada aportaban a la reconciliación nacional y a la unificación del Ecuador.

Si para unos, ese hombre pequeño de estatura, de escasa cultura, que se había caracterizado por su rebeldía e inconformismo, se había convertido en el adalid de las luchas contra la tiranía y en símbolo de las libertades de conciencia y de expresión; para otros, no era sino un ateo irreverente que escondía su odio a la iglesia y que ocultaba su masonería con el ropaje de las reivindicaciones civiles.

Del mismo modo, García Moreno, para sus defensores, se había constituido en el paradigma de los valores morales, en defensor de muy altos preceptos religiosos; mientras que para sus adversarios solo representaba un personaje despótico, un espíritu cínico, trasnochado e intolerante que no había tenido ningún empacho en proteger a los jesuitas y en consagrar la nación al Sagrado Corazón de Jesús.

Pocos han visto, sin embargo, que aunque las filosofías y los estilos de estos dos personajes hayan sido antagónicos y aun incompatibles, ambos procuraron a su manera propiciar la unidad nacional. En este sentido, será siempre una lástima que la percepción de los seguidores se convierta no solo en radical, sino también en intolerante y que la historia pase a ser escrita con episodios que distorsionan la realidad y que excursionan hacia el campo nebuloso del mito y la ficción.

Hoy, siguiendo con esa parcial y abusiva interpretación de nuestra historia, un grupo político ha querido reclamar propiedad sobre la imagen de Eloy Alfaro. En su empeño, no ha escatimado homenajes de relumbrón para resaltar su huella incuestionable. Alfaro nunca fue parte de las fuerzas armadas, pero durante sus luchas en Centro América había obtenido el grado de general. Más tarde, luego de sus campañas políticas, se le habría otorgado el grado de general de división. Hoy en actitud de politiquería y oscura demagogia se ha optado por concedérsele un rango inexistente en sus tiempos de lucha. Ello no aporta al reconocimiento que, por sus esfuerzos en favor de la unidad nacional, debería ofrecerle el Ecuador.

Si algún aporte se lograría con esos tardíos y pretendidos reconocimientos, sería bueno averiguar por qué no se ha promovido a aquel jovencito combatiente que fuera ascendido por Sucre al grado de teniente, y por Bolívar al grado de capitán. Si haría falta que con rangos póstumos se haga reverencia a los personajes y se satisfagan los reconocimientos a los héroes, Abdón Calderón, el mártir cuencano que entregó su vida en la batalla de Pichincha, ya habría llegado a general…

Quito, 12 de junio de 2012
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