19 junio 2012

La montaña siniestra

Yo era muy niño todavía; y esa debe haber sido una de las primeras películas a que asistí en ese auditorio oscuro que tuvimos en la escuela. Aún recuerdo el desnivel de su piso polvoriento, sus bancas desiguales y movedizas -colocadas en forma desigual, como desafiando la simetría-, su proscenio tétrico y umbroso, repleto de carteles y telones arrumados, olvidados en las esquinas, a la espera de ser requeridos para ser usados en la comedia entretenida de una celebración cualquiera. Lo llamábamos “teatro” o “salón de actos” y estaba avecinado al kiosco de comidas y al gimnasio, ubicados en “el patio de arriba” de la escuela.

Por eso, cada viernes la cita con aquella sábana enorme que fungía de pantalla era un compromiso irrenunciable. Las películas que se exhibían fueron casi siempre de vaqueros -de “chullas y bandidos” las llamaban-, aunque a veces se intercalaban con alguna comedia insulsa; o con alguna otra como aquellas de los pertinaces e incorregibles “Tres chiflados”. Todas ellas fueron largometrajes en blanco y negro, porque no habían salido aún las cintas a color, menos aún las de “Technicolor” y “Cinemascope”, que más tarde habrían de cautivarnos en esas “vermouth” de domingo, a que luego asistiríamos.

Mas, ese viernes en particular, nuestra cita con el cinema se había convertido en inaplazable. Toda la semana se había promocionado una película de alpinismo que obedecía al sugestivo título de “La montaña siniestra”. No podré jamás olvidar la sonrisa enigmática de uno de mis tíos cuando accedió a regalarme para el importe del boleto. Entonces, no supe interpretar su gesto como un preludio al desenlace que debía haber esperado: estaba acostumbrado a que las historias concluirían con un final feliz; al fin y al cabo, para eso íbamos al teatro, para salir de la escuela con un gesto de secreta satisfacción, para compartir con nuestros condiscípulos una alegre tarde de cine, a la que no habían tenido acceso los que no consiguieron dinero para la entrada y se habían quedado, cual castigados, en las aulas, adelantando los deberes asignados para el fin de semana.

Habría de ser esa la primera ocasión que, luego de finalizada la proyección, todos saldrían con un gesto mohíno de pena y desencanto. La trama habría de concluir con un signo de tragedia. Hacia el final de la película, uno de los ascensionistas que se apoyaban y esforzaban por alcanzar la cumbre de la escabrosa montaña, caería en el fondo de una estrecha y helada grieta; así, el protagonista lastimado quedaría atrapado en el insalvable abismo. El epílogo habría de mostrar la angustia e impotencia del montañista por rescatar a su amigo; había sido un traspié fatídico e infeliz, en el marco infausto y mortal de la malhadada grieta.

Años más tarde habría de descubrir que había también una raíz semántica en aquello de “siniestro”, que yo asociaba con lo maligno y lo avieso. Porque siniestro es además lo opuesto a diestro, por lo que no solo se lo asocia con lo desafortunado y aciago, o con lo malintencionado y funesto. Quizás por ello resulte un tanto injusto que se use dicho adjetivo para mencionar a los zurdos, o a quienes dan preferencia al uso de su mano izquierda; sobre todo cuando su actitud no refleja vicio ni mala intención, o la propensión e inclinación al mal que caracteriza a todo lo que se relaciona con aquello de siniestro.

Pero, hay también otros gestos perversos y siniestros, impulsados por la pátina de lo sensacional, que solo esconden la opacidad de la cobardía más lamentable. Me ha extrañado observar una irresponsable muestra de lo dicho en la última de las sabatinas. Uno se pregunta si quienes los producen no han reflexionado en la reprimenda admonitoria de aquel “siembra vientos y cosecharás tempestades”. Porque uno advierte que esos malignos y perversos episodios pueden llegar a compartir el desenlace trágico que tuvo la proyección de aquella película de mi olvidada infancia: un desastre infausto y desafortunado; y también, la desilusión de una parroquia alicaída, triste y descorazonada…

Cuando ese viernes volví a casa, cabizbajo y compungido, allí estaba en la puerta esperándome mi tío. Al final, se muere el protagonista, no es cierto? Me dijo con tono aleccionador, pero también con solidaria simpatía… Desde entonces he procurado no olvidar que las historias no siempre terminan como uno espera!

Quito, 19 de junio de 2012
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