10 octubre 2012

Corazón de calafate

Es curioso: siento una extraña fascinación por la relación de los grandes viajes de exploración y de descubrimiento; es como si tratase de encontrar en esos relatos algo que los demás no hubiesen advertido, como si en esas descripciones hubiese uno como lenguaje misterioso y cifrado que requiere de una meticulosa lectura para acceder a la posesión de un escondido secreto. Por ello debe ser que insisto en la seducción de su hechizo, que caigo con frecuencia en el anzuelo de su alucinante atractivo. Por ello que releo con periódica insistencia el diario de viaje de Colón o el de la aquella circunnavegación que no pudo concluir Magallanes.

Hay, en esos relatos, algo que va más allá de la descripción de un recorrido. Debe tratarse de la inconsciente influencia de la soledad, de la permanente presencia del riesgo a resolver, de la lejanía del hogar, del enfrentamiento continuo con lo inesperado y desconocido. Es sorprendente como esas épicas hazañas fueron realizadas con honda solidaridad, con evidente esfuerzo compartido. Empero, esas bitácoras dejan traslucir un oscuro mundo de intrigas y de traiciones, de desencuentros y de inesperados conflictos.

Resulta difícil, muchas veces, no tomar el partido de los protagonistas, elevados a la categoría de héroes. Mas, uno no deja de preguntarse el motivo para aquellas incomprensibles actitudes; para todas esas hostiles perfidias; para todas esas necias inconformidades. Es evidente la huella de un liderazgo disputado, de un trasunto de posturas antagónicas que ponen en riesgo la culminación de aquellos periplos. Son notorios los disimulados choques y contiendas. Es innegable que la soledad, en la inmensidad de los mares, exacerba la acrimonia y el antagonismo.

Revisando la composición de la plantilla del primer viaje del Colón, por ejemplo, encontramos razones que favorecen aquellas crisis. No solo existen motivaciones y propósitos disímiles entre los tripulantes, sino que su extracción y bagaje cultural van creando un ambiente pródigo para el encono, la inquina y la malquerencia. Así, en un entorno saturado por el recelo y la desconfianza, el responsable de la expedición se ve forzado a custodiar con celo su autoridad, a callar información, a esconder y a distorsionar el cálculo real de su recorrido.

Además, las carabelas eran embarcaciones muy limitadas en tamaño, tenían una capacidad muy restringida: las dos menores podían solo albergar a no más de treinta marineros. Cuando se hunde la nave capitana y el Almirante se ve forzado a dejar gran parte de la plantilla en el improvisado asentamiento de la Navidad, se produce el punto crucial de la travesía, que obliga a decidir el viaje de regreso con la mitad del contingente. Por esos mismos días, una de las naves se había separado de la expedición, debido a la insubordinación de Pinzón, y parecía que Colón tendría que intentar el testimonial viaje de retorno con una sola nave…

Es imposible no apreciar la obsesión del descubridor por satisfacer el propósito más avaricioso de su viaje. Hay partes del relato que parecen más bien describir un derrotero impulsado por el delirio, una búsqueda animada por la insistencia en un codicioso y preponderante empeño…

En lo personal, me intriga que en esa reducida nómina hayan estado presentes por lo menos dos -sino cuatro- integrantes de apellido Vizcaíno. El primero era parte de la planilla de la Pinta, oficiaba de calafate y obedecía al nombre de Juan Pérez Viscaino (así, con s y sin tilde); el segundo era tonelero, estaba incluido en la nómina de la Santa María y llamábase Domingo. Un tercero era conocido como Juan Ruiz de la Peña y se había registrado como “biscaíno”. Sin embargo, el más conspicuo de todos ellos, era nada menos que el maestre y propietario de la nave insignia; era cartógrafo, obedecía al sugestivo nombre de Juan de la Cosa; y, como era cántabro y natural de Santoña -vecina a la bahía de Vizcaya-, lo conocían con un sobrenombre que hacía referencia a su gentilicio: le decían Juan Bizcayno.

No estoy muy seguro de llevar en las venas algún barrunto que me relacione con los oficios de cartógrafo o de tonelero. Pues, de la apostura que sugiere la imagen de este último quizá aspire a la bondad, mas no al abultado abdomen que rubrica su quehacer cubero. Tampoco he dado qué hablar por aquello de “la cosa”, ni me he distinguido por el desempeño en oficios de gobierno marinero… Aunque, bien pensado, quizás me calce la otra gestión: la del solícito calafate, la del abnegado subalterno que se encarga de tapar las junturas del barco para evitar que el agua se filtre, la del que vive preocupado por el buen estado de las jarcias; la del que con sus estopas y breas cura las filtraciones y pone a buen recaudo los aparejos!

Sí, de eso podría tener: sangre de calafate, humilde curador de porfiados resquicios marineros...

Quito, 10 de octubre de 2012
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