26 octubre 2012

La nostalgia del porvenir

Es la hora del Salah; aquella cláusula misteriosa que no alcanzamos a descifrar los extranjeros. Ahí, en medio de la penumbra, un gato macilento desordena la basura. Parece mirarme con desdén y en forma desconfiada. El suyo es un gesto que se me antoja acusatorio, parecería insinuarme que soy yo el que deambula, junto a su feudo de escombros y desechos; y que soy yo -y no él- quien funge la triste condición de vagabundo, peregrino y forastero… Transcurre lenta la hora crepuscular de la adoración; estoy obligado a esperar, y a rondar -igual que el gato- por unos minutos más en la vereda. Espero, como los demás, hasta que se reanuden las actividades y hasta que los negocios sean reabiertos. Es hora de la plegaria; y, también, un momento para ejercitar la virtud de la paciencia…

De pronto pienso en ella, en los juegos y pendencias de nuestra infancia y caigo en cuenta que ahora ha dejado de escribirme. Hago memoria de las distracciones y de los sueños que de niños compartimos; pienso en las ilusiones que vivimos en esa infancia; y en este renovado estado de comparación, que hoy sentimos, y que ya alguien ha llamado “la nostalgia del porvenir”… Así es como la recuerdo: altiva aunque pequeña; compartiendo unas vivencias; soñando unos proyectos; y, enfrentándome con sus inofensivas disputas… Entonces concluyo que aquellas traviesas maldades fueron siempre inocuas, pues la vida en esas lejanas edades fue solo un ejercicio lúdico. Y todo, todo mismo, fue solo un juego inofensivo…

Una cierta mañana pude haberle lastimado con una de mis involuntarias ironías. No le fue suficiente con correr a denunciarme ante aquel “santo tribunal de la inquisición” que en casa presidía la abuela. A falta de testimonio, se refugió en una oscura esquina de aquel interminable corredor que se perdía entre la lejanía y la tiniebla. Ahí, mordiendo su propia carne, dejó la huella de sus desiguales dientes en el lastimado lomo de su mano regordeta… El tribunal revisó más tarde las exhibidas evidencias; y entonces dictaminó el rigor de su sentencia. Fui condenado, sin apelación ni trámite, y sentenciado a soportar mi irreconciliable inquina (que, a esa edad, puede ser la más tormentosa de las hogueras!).

Juro que no me dejé dominar por el resentimiento. El afecto que ella le supo guardar a mi madre fue como un bálsamo que mitigó la ira que produjo en mi corazón su incomprensible sutileza. Algo en el fondo del alma reclamaba mi desaprobación, pero opté por perdonar el episodio; persuadido, como estaba, que un día ella misma sería perseguida por los mismos demonios que habían inspirado su argucia, por el mismo gesto con el que había urdido su artificiosa treta… Sólo por un instante me embriagó la pasión y hubiese querido que una perenne cicatriz se quedara para siempre en su mano como sanción y castigo, como enseñanza y moraleja… Como escarmiento y como condena!

Pero luego nos habría de llegar la vida -la vida de verdad-; aquella que nos hace comprender que no siempre importa lo que nos pudo suceder en ese olvidado pasado; que la infancia no es ensayo, sino tan solo temprana incidencia. Que la infancia es solo eso: infancia; una circunstancia ajena a la trascendencia!

Y vendrían las jornadas felices y los reales sinsabores; los éxitos ocasionales se alternarían con las desgracias funestas… Solo entonces comprenderíamos que esos olvidados disgustos que alguna vez sufrimos y los resquemores que alguna vez abrigamos -todas aquellas ojerizas e inocentes aversiones-, habían perdido ya sentido desde aquel tiempo compartido, cuando creíamos, con ilusión, en las realizaciones del mañana; un tiempo, cuando nunca habríamos imaginado la angustia que pueden acarrear las desgracias verdaderas. Solo así entenderíamos que aquello que con candidez llamábamos “el provenir” era algo que más tarde se habría de diluir en la difusa estela en que todo lo convierte la nostalgia…

Sigo esperando al borde de la calzada. Me pongo a meditar y reconozco que no me resulta fácil avenirme con los mininos, o será -pienso yo- que, debido a algún extraño motivo, no logro ganarme su confianza… Mientras me resisto al gatuno juicio que me acusa como si fuese un intruso, descubro que el escuálido felino ha regresado otra vez para escrutarme con el desplante de su arrogancia. Más tarde, lo escucho ronronear; y decreto que él no sabe ni de porvenires, ni de pasados; y que tampoco sabe de penas, ni de añoranzas… Resuelvo que no sospecha, el infeliz, que el ayer fue como una yunta, un tiempo que nos ayudó a labrar los surcos donde pudimos sembrar las semillas que dieron fruto a la esperanza… Y sospecho que esa ha de ser, desde y hasta siempre, la mayor de las nostalgias!

Jeddah, 24 de octubre de 2012
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