09 octubre 2012

De calendarios y celebraciones

El mundo poco aprecia cuanto les debe a los que se empeñan en sus solitarios pruritos, a los locos, a los necios y a los obsesionados. Tampoco les ha hecho un reconocimiento a quienes se topan con el desorden y no cejan hasta dejarlo todo arreglado. Esa es la excentricidad de sus extravagantes caprichos. Hoy los tildan de obsesivos – compulsivos; mas no se reconoce, con justicia, que la dimensión de sus obstinadas obsesiones, o de sus aparentes trastornos -de sus “temas”, si se prefiere- ha dado curso a grandes avances, ha escrito la historia de los grandes descubrimientos o nos ha entregado, con su ordenado empecinamiento, nuevos elementos para vivir con mayor bienestar; como sería la ventaja de disponer de un instrumento de medición del tiempo que fuese coherente y fácil de aplicar.

Ese fue el caso de un cónsul y dictador romano, que fuera valioso artífice para la transformación de la república romana en un poderoso imperio; se llamaba Julio, y hay quienes creen que habría nacido por medio de un procedimiento llamado intervención cesárea. Lo más seguro es que no fuera cierto; ya antes, en su familia, ya había existido el nombre de Julio César. Él había advertido que por más de siete siglos, luego de la fundación de Roma, se aplicaba un sistema inexacto, caótico y arbitrario para la medición del tiempo. Sus conciudadanos utilizaban diferentes formas de calendario con valores diferentes, en cuanto al número de días; formas que se convertían en sistemas poco confiables y convenientes.

Una buena madrugada se levantó a caminar por los corredores y portales de su palacio y comprendió que ese desorden no podía continuar, porque el caos que establecía el calendario no lo dejaba dormir. Algo tenía que hacer con el desfase que el calendario lunar, de 355 días, establecido por uno de sus predecesores, producía en la organización civil del imperio. Esa misma mañana le puso un breve mensaje a un sabio alejandrino para que viniese a auxiliarle y pusiese en vigencia una nueva tabla para medir el tiempo; y, para que pusiese de una vez en orden esto de que el calendario no obedecía a la real duración del año tropical.

Cuando Sosígenes llegó a Roma para sugerir cambios, y eliminar las tribulaciones aritméticas que a Julio le producían tanto desvelo, este le hizo caer en cuenta que en pleno otoño estaba ya sucediendo el invierno y que había que hacer algo drástico para reordenar el reloj anual del tiempo. Es así como el sabio sugirió al emperador repetir tres meses del año 46 AC., y acoger los valores del calendario egipcio de 365 días, con una variación: la incorporación del año bisiesto. El sabio había calculado que había seis horas de desfase anual, que debían incluirse en un día adicional que debía añadirse al calendario egipcio cada cuatro años.

Trecientos cincuenta años más tarde, el Concilio de Nicea habría de tratar de relacionar el calendario juliano con el año litúrgico, a efecto de determinar las fiestas religiosas que sucedían en fechas móviles. Se trataba especialmente de fijar la fecha de la Pascua, que debía ocurrir el primer domingo luego de la primera luna llena que ocurriese después del equinoccio de primavera. Pero… pasados los siglos algo insólito empezó a ocurrir, pues los cálculos del sabio alejandrino habían estado equivocados en algo más de once minutos por año! Un error aproximado de un día cada ciento treinta años!

A pocos individuos parecía molestar esta imprecisión en la medición del tiempo, con relación al verdadero comportamiento astronómico, hasta que… por ahí asomó un monje meticuloso, de nombre Ugo Buocompagni, que no podía aceptar que sus sotanas no estuviesen perfectamente ordenadas en su ropero, o que los cajones de su escritorio no mantuviesen una simetría y disposición matemáticas. Por eso, cuando más tarde fue electo Papa -y tuvo que enfrentarse, al igual que César, a una insidiosa pérdida de sueño- acudió a un par de eminentes sabios y les encargó, a manera de pastillas para el insomnio, el preparar una fórmula para arreglar los diez días que ya se había adelantado el travieso calendario.

Cuando Ugo asumió el papado, y adquirió el membrete eclesiástico de Gregorio XIII, se propuso por toda una década la reforma del sistema juliano. No fue hasta 1582 cuando se acordó que habría que saltarse diez días (el desfase acumulado) y que se tendría que redefinir la fórmula que había establecido el año bisiesto. Así habría de determinarse que serían bisiestos los múltiplos de cuatro (igual que antes), aunque con excepción de los años seculares (los múltiplos de cien), con salvedad de los que fueran divisibles para cuatrocientos. En cuanto al ajuste de la fecha del equivocado calendario… pues, sería inclusive más fácil: se dispuso que la fecha siguiente al 4 de octubre sería 15 de octubre y… asunto olvidado!

Con lo que nunca se contó fue con la inexactitud de las celebraciones posteriores. Así, por ejemplo, el descubrimiento de América se produjo un 12 de octubre de 1492 -en el inexacto calendario juliano-, pero la conmemoración de la épica efemérides, después de 1582, habría de efectuarse en la misma fecha aunque aplicando el reformado calendario gregoriano... Vale decir que si América se hubiese descubierto después de la modificación del calendario, la fecha real cuando Colón llegó a San Salvador hubiese sido un 21 o 22 de octubre -y no el 12 -; y esa hubiese sido la fecha que se hubiese utilizado para conmemorar en el futuro aquel histórico como trascendental descubrimiento!

Quito, 8 de octubre de 2012 (calendario gregoriano).
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