16 octubre 2012

La algazara inolvidable

“Lo aman, lo odian, pero no pueden vivir sin él.” - Aristófanes.

Se ha asomado al balcón para celebrar su reciente apoteosis. Abajo forcejea la bulliciosa multitud portando sus banderines y pancartas. Él ha optado por vestir su acostumbrado traje de fantoche; para retribuir con sus artificiosos adulos la estentórea lisonja que le ofrecen sus enardecidos seguidores. Es el epílogo de una incierta e indescifrable jornada; y él ha querido compartir con el populacho su esperada victoria. Bulle el paroxismo producido por la emocionada presencia de la masa; brota el ambiguo sentimentalismo con que se expresa la congregada muchedumbre. Entonces, desde la balaustrada, el caudillo ofrece la parsimonia de su histriónico discurso, saturado de viejos eslóganes y carente de substancia.

Hay algo de montaje en el entorno; es como si tratase de una ensayada escena, como si todo aquel bullicio encarnara la parodia de algo impúdico y forzado. Se percibe el cariz vicario que tiene la impostura; así el líder utiliza un paradójico mensaje que convoca a la unidad a través de propiciar el enfrentamiento… Hay en ello una apelación a fermentados y no satisfechos sentimientos; una porfiada intención por aturdir a los asistentes, instigando sus pasiones, atizando sus odios y escondidos resentimientos… Sobreviene luego el halago proferido a la chusma; surge la barata lisonja que enardece a los presentes, que se dejan persuadir por el influjo de aquella ironía carismática, por el raro magnetismo del mesiánico mensaje, por la confusa promesa que encierran esos entreverados conceptos.

Prepondera algo irreverente y ceremonioso en esa confusa procesión; es como si se tratase de un desordenado aquelarre; como si fuese una celebración narcótica, con propósitos indecibles, irresponsables y obscenos. Intuye el charlatán que se aprovecha del candor del populacho; que su voz cautiva, pero que también embauca; que su verbo esclaviza, y que jamás libera; y que con su intransigente perorata no promueve aspiraciones realizables sino absurdos convencimientos. Mas… esa es la liturgia que se aprovecha de la ingenuidad, la ceremonia ritual de quienes han venido a escuchar a su redentor, a participar del sacramento que les liberará de su trabajo, y que les hará soñar a cambio de que ofrenden sus aplausos.

Ahí están esos brazos que se agitan y esa voz que vocifera; aunque, en medio de todo aquel murmullo, no aparezcan las ideas. Hay una virulenta verborrea que agrede y que infecta, que desprende con impudor la cicatrizada costra de viejas heridas, que exhorta al odio, que quiere estimular una embriaguez que ha sido apurada por rastreras emociones. Entonces, algo subyacente se desnuda; es algo teatral, que aunque cursi, produce un intencional efecto. Surgen los manoseados símbolos que la estrategia electoral ha usurpado; son los emblemas sustraídos para medrar de la emoción, como si se tratasen de infalibles amuletos.

El demagogo no ha parado de hablar, está insuflado de una repentina sensación de inmortalidad; no cesa de arengar con su rústica homilía de capataz y corifeo. Su voz cadenciosa empalaga con su adulo, que es como una hiedra que se aferra a la roca de la ignorancia. Porque la demagogia, como un cáncer que corrompe, abusa de la ingenua rusticidad para prolongar la agonía del enfermo. No percibe, el adalid, que con sus huecas palabras insulta a quienes pretende redimir; y que, con sus vacías frases, injuria con insolencia a la dignidad, a la razón y al intelecto.

Casablanca, 14 de octubre de 2012
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