02 octubre 2012

Proposiciones copulativas

Caracas es en mis recuerdos la memoria de mi primer viaje autónomo. Hasta que cumplí dieciséis años solo pude haber hecho probable alarde de mis viajes al sur de Colombia -al santuario de Lajas y a la pequeña ciudad de Ipiales- cuando se trataba de comentar a los demás acerca de mis desplazamientos internacionales. Hasta entonces, eso era todo lo que yo podía auditar cuando debía enfrentarme a la ostentación de mis amigos. Pocas semanas antes de ese viaje, había regresado de Bogotá -más exactamente, de Zipaquirá- a donde había acudido, por vía terrestre y con unos pocos compañeros, al primer congreso internacional de un pequeño movimiento que existió en mi juventud y que se llamaba Palestra.

Uno de los dirigentes venezolanos, un muchacho caraqueño proveniente de una familia muy acomodada, se había comprometido a alojarme en su propia casa y a conseguir ayuda de su familia para costear mi viaje. Debido al ambiente todavía provinciano que entonces se vivía en Quito y a la pérfida secuela de una cierta experiencia familiar, y probablemente también debido a mis cortos años, no me fue muy fácil conseguir autorización y un mínimo financiamiento adicional; pero, superados los primeros obstáculos, los trámites de movilización requeridos y los prejuicios familiares, pronto estuve listo para la realización de aquel corto viaje.

El vuelo tuvo una escala de conexión en Bogotá, donde abordé un Boeing 727 de Avianca que proclamaba, en la mampara contigua a la puerta de acceso, que ese era el mismo aparato que había transportado, en su viaje desde Italia, al Papa. El vuelo aterrizó en el aeropuerto de Maiquetía cuando ya había concluido la tarde. Maiquetía estaba ubicada en la vecindad del puerto caribeño de La Guaira, en una zona donde los cerros se precipitaban en forma abrupta sobre las playas de Macuto. No puedo dejar de recordar las luces mortecinas de color azul cobalto, que entonces me pareció que identificaban a la pista, y que luego sabría que servían para señalar los límites exteriores de las calles de rodaje.

Superados los trámites de la llegada y satisfecho el afectuoso recibimiento, fui trasladado hacia la capital venezolana. Era la primera vez que me movilizaba utilizando una autopista, una vía que tenía entonces pocos años de construida, y que unía, en algo menos de treinta minutos, lo que entonces me pareció la distancia que existe entre Quito y Santo Domingo. Era sorprendente comprobar los cortes hechos en la montaña y, ante todo, cómo se había diseñado la amplia y segura autopista, utilizando una gran cantidad de túneles y sinuosos puentes que se adaptaban a las características del entorno. Venezuela era ya un país rico, era todo un país exportador de petróleo; aun así, me imaginé que una obra similar se construiría en Ecuador pocos años más tarde. Hoy compruebo que todavía no he visto nada parecido, ya transcurrido casi un medio siglo!

Descubrí al llegar una ciudad moderna, similar a Quito en cuanto a su desarrollo longitudinal, aunque caracterizada por su actividad comercial y la eclosión de una clase media acomodada y consumista. Nada más llegar, tuve la exacta sensación que debe tener un muchacho que llega por primera vez a la capital, cuando viene desde la provincia. Cierto que Caracas es una ciudad de otro clima, una ciudad tropical; pero eso de advertir un desconocido colorido y una inédita luminosidad, me hizo descubrir otros colores y una forma distinta de vida.

La morada de la familia que me alojó estaba ubicada en Colinas de Bello Monte, uno de los barrios más exclusivos en aquellos tiempos. Los sectores de vivienda estaban muy definidos en esa ya bullente metrópolis. Otros barrios tenían nombres sugestivos y poéticos como Altamira o Los Palos Grandes. Habría de extrañarme que muchas veces no era la numeración tradicional la que definía o identificaba la dirección domiciliaria, sino la nomenclatura de las calles y un nombre escogido por el propietario para su chalet o villa. A las casas con jardín se las conocía como “quintas” y tenían nombres como “María Piedad” o “Mi casa”.

La noche de mi llegada a Caracas, fui invitado a una suerte de cena de familia. La casa donde se iba a efectuar la reunión estaba ubicada en otro afluente barrio, donde pude observar elementos de seguridad y ciertas normas de convivencia interior como hasta entonces no había observado, ni me habría imaginado, nunca antes que estas existían. Pertenecía el lugar a los tíos del compañero responsable de mi estadía. Era ya tarde cuando me senté a la mesa sin ánimo de compartir la comida. Concluida la cena, decidí, sin embargo, aceptar un trozo de un queso de apariencia distinta a los que hasta ahí había probado en mi vida. Pese a su color y textura, me aventuré a aceptar el ofrecimiento y a echarle una mordida…

No bien me puse el generoso bocado en la boca, cuando descubrí que este tenía un sabor fortísimo. En pocos segundos tuve que enfrentarme a urgentes como diversas alternativas: correr al cuarto de baño para deshacerme del ingrato pedazo, dejarlo disolver sin saborearlo en la boca o tragármelo de un solo y apurado bocado. Estaba yo ocupado en la resolución de mi difícil alternativa, cuando el dueño de casa, dirigiéndose a su esposa le inquirió con indiferencia: “Chucha, y que tal si tiramos un palito?”. Al escuchar tres obscenidades en una sola frase, casi expulsé el desagradable bocado, optando por ejercitar ahí mismo, en la mesa del comedor y frente a todos, la primera de tales alternativas!

Luego habrían de aclararme que Chucha era como conocían a la anfitriona, doña Jesusa, y que aquello de “tirar un palito” no tenía una connotación erótica, ni obedecía a la propuesta de una intención copulativa, sino que consistía en una civilizada forma de hacer un ligero brindis y, tan solo, de compartir una bebida!

Quito, 2 de Octubre de 2012
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