12 diciembre 2012

Al otro lado de la locura

Pocos suelen caer en cuenta que cuando observamos el cielo por las noches, lo que miramos realmente es el pasado. Sí, y aunque diera la impresión que estoy utilizando una frase poética, solo estoy hablando de una realidad esencial. La luz de las estrellas que miramos ha tardado tanto tiempo en llegar hasta nosotros, debido a su incalculable distancia, que lo que en un instante observamos es lo que realmente sucedió hace mucho tiempo; a veces, muchísimo tiempo atrás…

El hombre moderno, con la sola excepción de quienes se dedican a observar el cielo, parece haber perdido la capacidad de identificar el movimiento relativo de las estrellas en la noche; y hoy parece inútil inclusive para identificar las más conspicuas constelaciones. La de Orión o del Cazador, por ejemplo -la que unos pocos han aprendido a reconocer por el curioso alineamiento de su cinturón o lo que algunos llaman ‘Las tres Marías’-, es uno de los racimos estelares más fáciles de identificar en el cielo, por su posición en el ecuador sideral. Sin embargo, y a pesar de que puede ser vista desde los dos hemisferios, pocos son los que logran identificarla y conocen el nombre de sus estrellas principales.

El Orión griego estaría emparentado con Osiris, el dios egipcio, el último -a su vez- de un linaje de dioses que habrían gobernado la tierra en condición de reyes. Osiris fue el Gran Cazador, quien no sucumbió ante las bestias predatorias ni ante los ejércitos enemigos, sino ante algo más bien doméstico: los celos de su propio hermano. Su nombre estaría relacionado con la inseminación pues ‘ourien’ significaría semen; por ello, hay autores como Jonathan Black que insinúan que aquello del ‘cinturón’ no es otra cosa que un eufemismo, pues en tiempos remotos se consideraba un falo que se alargaba con el progreso del año.

No de otra forma se entiende que la reaparición anual tanto de Orión, como de otro astro, Sirio -la estrella binaria más brillante que existe en el firmamento-, y que los egipcios relacionaban con la diosa Isis, e inclusive con el mismo Osiris, hubiese servido para presagiar las esperadas crecientes del Nilo. Por ello que a Osiris siempre se lo identificó como al dios de las cosechas y de la fertilidad.

Osiris es el equivalente a Dionisios, el dios heleno, y nunca es representado con ojos sino con una suerte de linterna en su frente, para simbolizar la conciencia y la más preponderante capacidad que tiene el hombre: la posibilidad de pensar. La característica cenital de la vida humana es justamente dicha capacidad. Dios le habría entregado un cerebro al hombre en el Génesis para que tuviera la opción de meditar acerca de sí mismo, que eso y no otra cosa es la habilidad de pensar.

Cuando alzo la vista y contemplo a Orión en medio de la noche, descubro a Betelgeuse y a su estrella opuesta en diagonal, Rigel -la más brillante-, y a las otras dos que complementan el cuadrilátero: Bellatrix y Saiph. Observo la rectilínea posición de las tres Marías; y me lleno de modestia y de humildad de tan solo pensar que en esa aparente área reducida del espacio infinito, pueden hallarse soles que se encuentran a más de mil años luz de distancia, estrellas con una luminosidad casi medio millón de veces más radiantes que nuestro sol o con solo el tamaño de nuestro diminuto planeta, pero con tan alta densidad que la luz que irradian puede competir con el cercano astro que nos abriga y regala luz…

Alguna vez debo haber leído que un poco más abajo de lo que yo sigo creyendo que es el cinturón del cazador, se encuentra un enjambre de fabulosas estrellas cuya gravedad es tan intensa que ni siquiera la luz puede escapar de ellas. Son los llamados “agujeros negros”, cuerpos que por sí solos definen la inmensidad del espacio; y nos dan motivo para meditar en lo que la imagen de Orión-Osiris representa: nuestra maravillosa aptitud para pensar en la inmensidad!

Quito, diciembre 12 de 2012
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