20 diciembre 2012

“Vista de ojos! Vista de ojos!”

Era un hombre callado y de origen discreto. Se había convertido en hermano por esos meandros que tiene el destino. O, más bien, para evitar ser empujado por esos caprichosos remolinos que se forman en los bruscos virajes que se dan en su recorrido. Se llamaba Carlos -o ese era el nombre de congregación que él había escogido-. Nosotros, sin que siquiera lo sepa, le habíamos apodado de Micerino.

Era uno de los pocos que se había resistido a sucumbir a una recién aparecida moda, que ya amenazaba entonces con convertirse en predominante: el desdén por el uso de un hábito que un clérigo de nombre Juan Bautista había convertido en inconfundible sello de los legos de “La Salle”. Era el titular de nuestro curso, el encargado de supervisar nuestro desempeño académico y de preparar aquellas inolvidables “libretas” que calificaron nuestra dedicación y estudiantil esfuerzo. Fue también el responsable de la asignatura de Historia; y fue él, a través de la enseñanza de esa materia, quien habría de interesarnos en el pasado del hombre y, sin que el mismo cayera en cuenta, quien nos contaría la historia de su vida…

Pero… la tierra no estuvo lista para recibir aquellas semillas! Éramos, en esos inquietos años, solo unos inconformes adolescentes, ávidos por descubrir nuevos placeres y conseguir la aquiescencia o aprobación de nuestros vecinos. Por ello, en el probable ánimo de ser aceptados o reconocidos como parte integrante de aquel díscolo grupo, cuando el buen hombre entraba en el aula, un eco callado empezaba a mascullar su apodo y todos en el curso repetíamos la artera como maliciosa consigna. Entonces, un rumor tortuoso repetía: Micerino, Micerino…

Desde un cierto día, algún líder de ocasión puso de moda la graciosa amenaza de bajar los pantalones a quienes llegasen tarde a clases, al atravesar los corredores o al intentar desplazarse entre los corrillos. “Vista de ojos. Vista de ojos”, era la frase acordada; y, de nuevo, como un rumor que iba creciendo, se repetía el contraseña convenido … Pero, aquel “vista de ojos” fue solo una manera de “hacer relajo”; vale decir, fueron solo ganas de incordiar y de fastidiar; fue solo una amenaza “de a chanzas”, una que nunca ejecutó su sentencia ni cometido!

La broma un día excedió, sin embargo, los recomendados límites que deben tener el respeto, la discreción y el buen sentido. Fue cuando el que acudió atrasado a dictar su cotidiana cátedra fue el circunspecto y magnánimo hermano Carlos, aquel a quien, sin saber ni siquiera por qué, habíamos endilgado el remoquete de Micerino. Cuando la indócil parroquia se percató de su demorada entrada, empezó a susurrar aquel nefasto “Vista de ojos! Vista de ojos!”, en lugar del otro ya acostumbrado murmullo de Micerino, Micerino, Micerino…

Al día siguiente, mientras los demás salían al recreo, me pidió que permaneciera en el aula. No lo hizo para echar responsabilidad sobre mis hombros, ni siquiera para que le explicara de dónde había salido aquel apodo faraónico y egipcio, el mentado Micerino. Quería saber el sentido de la otra frase, un significado que muchos de nuestros propios condiscípulos tampoco conocían. Uno que muchos años más tarde, yo mismo descubrí que solo era una forma inocua de farfullar, que alguien había copiado de una broma inofensiva acostumbrada en la milicia.

Hace pocos días, un prestigioso cirujano oftalmólogo, me había invitado a acompañarlo en el quirófano, para presenciar unas pocas de sus maravillosas intervenciones médicas. Ahí, mientras él ejecutaba sus formidables operaciones y ejercía esos delicados cortes oculares con su escalpelo, un rumor a mis espaldas, con esa fuerza inusitada que tienen los recuerdos, volvió a repetirme con maliciosa travesura la olvidada contraseña. De nuevo, y con intención sediciosa, subversiva y chapucera, aquel “Vista de ojos! Vista de ojos!” alguien me fue susurrando al oído…

Finch Bay, Galápagos, 19 de diciembre de 2012
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